A ti, a quien conocí muy tarde.
Eran las 6:30 A.M y Santiago peleaba con su desayuno mentalmente. Agradecía
a la vida y a ese Dios que no lo escuchaba, por seguir otro día vivo. Pero era
inevitable luchar contra el jugo de naranja y el pan, pues si no tenía suficiente
cuidado podría volver a sucederle. Tomó un poco de mantequilla e introdujo la
rebanada. Masticaba como cuando a una máquina le hace falta mantenimiento. Todo
iba bien, hasta que lo sintió. Comenzó a toser y se ahogaba. Más que miedo,
esta vez tenía rabia. Su mamá corrió hacia la sala y ya conocedora del
procedimiento, lo sacudió y logró hacerlo escupir.
Tomó un taxi como de costumbre, con el bastón y las gafas negras. Era su
conductor favorito con quien hablaban de la vida y de Dios. Un par de chistes
libres de sarcasmo y un montón de halagos mutuos. Ambos estaban dónde debían
estar y con quién querían. O eso pensaba él.
Llegó a una clínica de cristales azules. Saludó al portero modulando con
alguna dificultad sus palabras. Subió al 5to piso y llegó a la sala de
quimioterapia. Más de lo mismo, una inyección con un líquido corrosivo que le
quemaba hasta el alma. Pensó en las semanas que vendrían y las variaciones
emocionales que esto le traería.
Salió debilitado y con un poco de sorpresa y fastidio, se dio cuenta que
don Gerardo, el taxista, no estaba afuera, listo para recogerlo. Entonces
recordó que mientras sonaba esa canción espantosa que los conductores suelen
poner para aminorar la miseria de sus vidas, le recomendó que lo llamara media
hora antes de terminada la terapia. Y no lo hizo.
Volteó su rostro con dificultad y vio uno de los cafés más tranquilos y
amplios de la ciudad en el barrio Los Nogales. Caminó unos metros, corriendo el
riesgo de desparramarse en cualquier segundo y preocupar a su familia. Amó la
brisa sobre su cabello, la autonomía de recorrer un andén sin importar que
fuera con un bastón, el sol delicado de la tarde bogotana reflejándose en su
rostro, cinco acentos del castellano distintos en la esquina donde vendían
empanadas y el sonido de las hojas crujían sobre sus zapatos.
Pidió un café oscuro y se sentó a mirar a los transeúntes a través de sus
gafas negras estilo rococó. Las tablas, las mesas y la alegría de los que
bebían, le hacían olvidar todo. Volteó su mirada y un sujeto a unos
centímetros, le miraba entre pasmado y molesto. No supo qué decirle. Pero el hombre
con ojos de faisán se le adelantó.
-Si querías sentarte, pudiste haberme preguntado- dijo el faisán.
-Lo, lo… Siento. Vi la mesa desocupada. Tú no te sentaste primero-
respondió Santiago.
Pensó en contarle de su enfermedad. De la manera en que afecta el cerebro y
cómo a veces se pierde el sentido de la ubicuidad. Se levantaría y tomaría un
taxi, pero el ave de rapiña se le adelantó.
-¿Dónde compraste las gafas?- le preguntó.
-En Cherry Nights, a un… a unas cuadras de aquí- le respondió Santiago.
-Quisiera unas como las de Wong Kar Wai, redondas y oscuras. Como las de sus
protagonistas en Chunking Express o como las de la aliada del asesino en Fallen
Angels-.
Pensó en preguntarle quién era Kar Wai pero nuevamente se adelantó. Tenía
un rostro fresco y se frotaba las manos con cierto nerviosismo y seguridad. Era
una mezcla curiosa.
-¿Sabías que Moonlight inspiró las escenas de movimiento y los encuadres en
espacios encerrados en Kar Wai?- Le volvió a decir.
A punta de preguntas tontas lo fue arrastrando por las calles de El Nogal.
A pesar de los carros, se oían y se observaban los dos con claridad. Nunca lo
dejó responder las preguntas personales. Era intuitivo y se respondía a sí
mismo.
-Tu segundo nombre es el de tu papá ¿cierto? Lo sabía, quizás tengas mucho
de él sin darte cuenta-.
Caminaba rápido y el muy desconsiderado lo dejó relegado media cuadra. Y a
la distancia le dijo flojo, se devolvió y casi a rastras lo hizo subir la
empinada calle que para alguien como él, ahora parecía el Tibet.
Llegaron a su apartamento. Y siguió hablando. A veces hacía silencio y
luego volvía a hablar sin parar. Quizás llevaba días sin nadie que lo
escuchara. Nunca miró la cicatriz en su cabeza, ni la asimetría de su rostro. Terminaron
desnudos en la cama. No supo cómo pudo hacer el amor, sudar y repetir. Fingió
que nada pasaba cuando perdía el equilibrio o le dolía la cabeza y eyaculó.
Recordó una frase pero no quién la dijo y la pronunció mientras su amante
dormía profundo: “Divina juventud, aun no te vayas”.