A mi viejito, a quién recorde en un tren camino a casa
En tiempos de guerra se conocieron, él un campesino y ella una adolescente de quince. Primero se miraron, luego se gustaron y finalmente "construyeron un puente de palabras". Palabras que se llevó el río Magdalena y la violencia doméstica; el abandono y la deslealtad. Crecieron, se reprodujeron y envejecieron cubiertos por árboles de chirimoya y anón. Aprendieron a amarse y a odiarse de diferentes formas. Se arroparon al abrigo de una casa de barro. Él murió y ella lo echó de menos. A pesar de todo. Entonces el silencio llenó las habitaciones que antes albergaban las voces de diez hijos. Los burros sintieron la ausencia en la madrugada cuando asomaron su cara triste al alambre que los separaba del mundo de esos dos viejos. Y luego sólo hubo silencio. El silencio del campo que no es más que la orquesta sinfónica de los grillos y las cigarras.
Una hamaca yacía a la distancia, elevada sobre la tierra que los vio vivir, enfermar y morir. Colgaba de dos columnas de madera. La hamaca del abuelito, cuya mirada profunda y melancólica parecía ocultar un océano de historias. El hombre que quiso ser médico y no pudo porque la Colombia rural es una suerte de pesadilla, en la que el trabajo nunca para y los problemas nunca nadie los soluciona.
Allí, sobre ese mundo de luciérnagas, de frutas de sabores intensos y sueños transparentes, se escurría la memoria de un pescador silencioso que en sus mejores épocas podía resistir cinco minutos bajo el agua. Quizás nadie logre volver a visitar las cuevas profundas que exploró a pulmón libre, buscando lo que todos buscamos en este planeta incomprensible: Experimentarlo.
La hamaca la había tejido él, nada raro en un pescador. Las complejas atarrayas que llevan el sustento a las bocas que no gozan de pensión, generalmente son tejidas por las mismas manos que atrapan a los peces. Manos con callos, que delicadamente tejen una compleja red de sofisticadas geometrías y que con paciencia esperan en el barro a que los seres de los ríos torrenciales caigan atrapados y sean devorados por las necesidades del humano. Ríos torrenciales, tropicales, intempestivos, oscuros y de orillas universales. Ríos de amores que no fueron descritos por poetas cultos y que se difundieron en músicas populares, de juglares que serían enterrados como anónimos en un cementerio decorado de musaendas.
Ahora el abuelito estaba muerto. Ya habían pasado los meses de padecimiento, sin poder usar su cuerpo, que es todo lo que tiene un agricultor. Atrapado en los apartamentos de sus hijas, en una ciudad inmensa y bestial que se devora todo lo que se le atraviesa. Y las mallas de la red, red de geometrías delicadas, contaban al soplar del viento las historias que a su nieto le legó. Describían el movimiento de los árboles, los olores de las hojas, el cultivo de las rosas y a los animales del monte. Describían al borugo en su tímida búsqueda de la profundidad del mundo.