domingo, 26 de abril de 2009

Amanece

Se había levantado de su cama, bueno no de su cama, era una cama tan ajena como la espalda que veía al descubierto. Si acaso recordaba su nombre, había recorrido cada rincón de ese cuerpo pero desconocía completamente el espíritu que yacía a su costado, se quedó mirando un instante su columna iluminada por la blanca luz matutina de la mañana.

Se bañó, mientras sentía como esas gotas caían sobre su somnoliento cuerpo, un cuerpo que ahora deseaba por sí mismo. Desde su adolescencia había hecho de su cuerpo un medio, un hobbie.

Miró cómo caían las gotas, lentamente, era como si el tiempo se quisiera detener, como si su corazón quisiera dejar de latir. Por un momento quiso llorar, pero se le había enseñado que los hombres no lloran. Recorrió su niñez en un abrir y cerrar de ojos, recorrió culumpios, parques de rodaderos de colores, mamás cariñosas, complejos de Edipo.

Era tanta su concentración que ya sentía los latidos de su corazón, podía escucharlos… la melodía de la vida, o de la muerte.

Salió a tomar el transporte público, y recordó justo ese instante, cuando se levantó de la cama. A su memoria arribó un cuadro, se llamaba “fragilidad”, el hombre del cuadro tenía treinta años más o menos. Y sintió que un vacío le recorría el estómago al darse cuenta que tenía treinta años, había tenido sexo como una bestia, había hecho llorar, había llorado, se había vengado pero nunca había sentido una sensación similar. Por primera vez se sintió de papel, frágil, sintió como si ese título se lo hubiesen dedicado a él.

Se dejó de bobadas, pues cada sensación para él era una bobada, por lo menos por los últimos 17 años.

Entró a la centrífuga roja y comenzó a diseccionar la ciudad, antes era suficiente con mirar al piso, o mirar la puerta. Pero ahora para él existían ventanas. El paisaje dejaba entre ver las coronas del sol, diversos tonos de azul, los seres que iban le parecían grises, despreciables, indignos del genio paisajístico de la mañana.

EL amanecer asomaba su rostro, y la luz dorada comenzaba a penetrar las montañas, los árboles, los pájaros, las nubes y ahora su propia vida. Se tapó su boca con la mano, después de reflexionar se la quitó, “parezco una mujer”, pensó.

Llegó a su estación, como los demás cuerpos con los que compartía espacio se bajó. Un anciano se le acercó lentamente, le preguntó: ¿cómo hago para llegar a esta estación?, él se quedó detallándolo, su rostro, su pálida piel, sus hermosos ojos índigo, su pastosa voz. Intentó sonreír y le dijo cómo llegar a lo que su desprevenido personaje respondió con una sonrisa tan frágil como una nube.

Ahora había dos sentimientos desesperación y miedo. Ese anciano era el símbolo de su situación.

Y de nuevo sintió que estaba desubicado, que lo había estado toda una vida y hasta ahora se daba cuenta. Veía familias en carros, niños que iban al colegio, pero él, ¿él a dónde iba?... sentía como si su posición actual sólo hubiera sido resultado de un río que lo arrastró por tres décadas a este espacio y a este sentimiento, del tiempo ni hablar era un factor que desde su adolescencia había perdido práctico para aplicar en clase de física.

Hablando de física, la ciudad tenía átomos, moléculas, compuestos químicos y lo tenía a él, un sujeto extraño, un espécimen que provenía de un río llamado destino.

Llevaba un vestido de paño que lo hacía ver como un diminuto cuervo ante la gigantesca panorámica del cielo.

Su celular sonó , de nuevo su director gruñendo porque no había llegado, con esa frialdad masculina, con esa seguridad que esconde un complejo, con esa bestia que esconde a un conejo.

Este hombre en otras oportunidades, se hubiera excusado y hubiera ido a su oficina, hubiera trabajado, hubiera soportado la mirada de su jefe, habría salido a la calle a almorzar. Su día probablemente terminaría en su casa, luego iría en búsqueda de sexo, y repetiría el día, la única diferencia la tendría el calendario, la única diferencia sería que la tierra se movió de su órbita, que la luna se iluminó un poquito más. Pero había un inconveniente, él, él ya no era un hombre.

Es tan difícil asumir que te han desnaturalizado, que eres una criatura que ya ni se puede maldecir en el espejo, porque no estás seguro si eres tú.
Es como si te botaran a volar, como cuando aprendías a caminar o a montar bicicleta.
Pero él ya conocía que hacer cuando el paisaje de las emociones era un paisaje extraño. Todo se reducía a una palabra, a una sensación y ¿por qué no? A una adicción. Su ser interior sintió un guiño

-ya sé qué haré a la próxima persona medio pinta que pase la persigo- volvió a la calma, sentía orgullo por haber solucionado su necesidad de sentirse seguro, de sentirse atrapado en un mismo día.

Pasaron varias personas, hasta que llegó alguien más joven que él, con ropa que resaltaba su anatomía. Lo comenzó a seguir con una sonrisa maliciosa, después de una cuadra, el personaje volteó su mirada y ambos la cruzaron, comenzó a correr como una liebre. Él quedó consternado, era la primera vez que ante su sonrisa maliciosa alguien huía, su orgullo hizo que su velocidad aumentara considerablemente, con los rayos del sol en su contra comenzó a seguir a lo que hasta ahora para él era nada más que una presa. Los carros corrían, las voces corrían, la ansiedad aumentaba, los pensamientos corrían y su respiración se aceleraba. Siguió con su mirada a su objetivo y vio cómo subía un puente peatonal . Con más ira, con más ansiedad, con más confusión subió esas escaleras metálicas al ritmo de la desesperación. Cuando llegó a la cima, ya cansado sin poder continuar vio como su objetivo se sumergía entre las profundidades de la gente. Se sintió rechazado, se sintió vulnerado, y miró de nuevo al cielo. Que tonto fue, se acababa de dar cuenta que una vez has visto el amanecer, no puedes repetir el día por más de que lo intentes.

Comenzaba a calentar el pacífico sol post amanecer.

Estaba más que perdido, en ese puente, él era la perfecta escultura de un niño perdido.

-por favor- susurró en tono de súplica.

Las nubes seguían en su absorta tarea de divagar por los cielos.

Bajó las cejas y determinado, comenzó a correr, bajó las escaleras y continuo su carrera por la calle, botó el maletín (la gente lo veía como a un demente), no podía creer lo emocionante que era dejarse llevar por precisamente las emociones, sentía el aire golpeando su piel con la levedad de la libertad, botó su fastidioso saco, se quitó esa asfixiante corbata, y con la sensación de ser libre, de ser un pájaro siguió su recorrido camino a los cerros, de vez en cuando cerraba los ojos y sonreía ni él mismo podía creer este momento tan soñado, tan estimulante, tan vivo.

Frenó en una cuadra poco transitada a esa hora del día, y comenzó a dar vueltas mirando cada nube, lo ridículo de la situación le daba risa, y lo hermoso de la misma la acrecentaba. La hierba impregnada de brillo, la frescura de esa precisa hora de la madrugada, todo era genial, los pájaros cantaban con cada vuelta que desesperadamente daba, ya los pensamientos eran una antigua tradición. Se sentía uno con su ambiente, por fin, por fin, por fin y sin planearlo había alcanzado una gran felicidad. La gente hablaba en la ciudad, la gente caminaba en la ciudad, la gente oía en la ciudad, la gente tocaba en la ciudad, la gente olía en la ciudad, pero no se podría decir a qué sentido él estaba haciendo referencia en este instante, quizás a todos, o al único.

Sus vueltas se habían convertido en centrífugas tan rápidas y amplias que terminaron por colapsar en la fresca hierba, cayó como las gotas de su ducha al cuerpo de la tierra. Cerró los ojos y de la forma más apoteósica sonrió y se dejó llevar por los fulminantes sentidos y emociones que lo rodeaban. Era una especie de Dios urbano atrapado en un cuerpo mortal.

Comenzó a caminar, y después de ese éxtasis mirar al cielo era como una inyección de emociones nunca antes vividas.

Cada vez se acercaba más a los cerros del oriente. Sus ojos seguían cada surco de esas montañas que habían dejado de ser azules para ser verdes, la gente parecía más amable, parecía que la felicidad estaba en el aire.

Miró a su derecha y para su sorpresa había un parque. Sentía cada momento de su niñez, sentía su niñez, ya ni siquiera la podía llamar niñez, porque era su etapa de la vida actual.
Se subió a los culumpios, se bajó e inmediatamente se dirigió a la centrífuga, comenzó por dar vueltas, más y más rápidas, lanzó su cabeza para atrás, de nuevo el silencio recorrió su alrededor, cada uno de sus cabellos era hechizado por el movimiento. Cerró los ojos, y la espiral arriba suyo comenzó a oscurecerse.

No supo en qué momento estaba en el cielo, liviano, se mantenía el cielo, vio su cuerpo tendido en la hierba de un hermoso parque, mientras aquella centrífuga apenas podía mantenerse dando vueltas por el impulso ya dado.
Percibía el tiempo más rápidamente, como cuando un músico interpreta piezas a velocidades super huamanas.

Desde esa perspectiva se veía su casa, su oficina y la casa de su mamá. Se veían los barrios que más odiaba y los que más amaba.
Liviano impersonal a su propio ser se iba disolviendo en el aire, iluminado por ese amarillo intenso, se iba disolviendo.

Apenas podía percibir una leve diferencia entre él y su entorno, ya ni siquiera era su vida.
En un lugar muy blanco, lleno de luz, se encontraba él, siendo no más que luz en el infinito, y alcanzó a distinguir al ser que le había huido, se deslizó rápidamente hacia él, ambas almas ahora más cerca que si lo hubiera alcanzado eran conscientes de que eran una sola, eran una caricia que se acaricia a sí misma. La sed ya no existía. Eran el éxtasis puro.

De repente como cuando daba vueltas, esta vez colapsaba de este estado de magnánimes alcances.

Volvía a la oscuridad. Abrió sus parpados y arriba una vendedora de obleas, unos transeúntes y el cielo.

-a la próxima tenga cuidado chico- dijo la vendedora.


-tranquilos estoy bien- respondió despachándolos.


Solo en ese parque mirando al cielo, sonriendo, recordando al personaje, sabía que una delgada línea dividía su vida, ahora él era real.