lunes, 19 de septiembre de 2016

El Registrador

Solemne hombre de parches en los codos y chaqueta carmesí se levantaba de madrugada. Veía a sus hijos dormir y luego tomaba el bus hasta su trabajo. Por la ventaba solía imaginar que competía en una carrera de caballos. Luego meditaba y descubría que era una tontería imaginar la brisa del hipódromo de la Sabana en épocas donde era mejor emitir registros notariales a señores gordos, rosados y enfadados.

Casi amanecía y el conductor del bus tenía los ojos entrecerrados. Parecía un cerdo a punto de ser sacrificado. Un animal dopado por la puta vida que le tocó, lleno de chucha y grasa en la jeta de jabalí que su madre se avergonzaría de haber parido. Una boca grande, roja y a la que cualquier mujer desearía corresponder con una plancha caliente. La enemistad entre los dos se forjó cuando don Fermín Solís le dio un billete de veinte mil. El conductor barrigón le respondió que le daba las vueltas al final. Tras tolerar los gases de los pasajeros apestados, el aroma de las infecciones vaginales de las señoras que iban paradas, Fermín se dirigió al cristal que separa al conductor de la cloaca humana y golpeó insistentemente con una monedita. Don Cerdo se dio media vuelta y le dijo, vaya a golpearle a su madrecita.

Era inexplicable por qué Don Cerdo siempre recogiera a Don Fermín cuando era el único pasajero de la estación de Rafael Núñez. 


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