miércoles, 27 de diciembre de 2017

Banderas en Marte

"...Subsisto gracias a la palabra que está subyugada a mis propios muros, que ocultan lo que el mundo no debe ver.
Recuerdo el rostro de Andrés cuando me dijo con la voz entrecortada que había visto a su mamá pasar por la ventana de la reja, el único lugar que lo conectaba con el exterior. No lo escuchó cuando gritó su nombre, tal vez su tristeza la había hundido en laberintos que mataron su instinto y eliminaron la posibilidad de haberse dado cuenta del pedido de auxilio de su hijo y salvarlo de las garras del general. Caminó derecho con el rostro pálido y la mirada inmutable, mientras Andrés absorto y derrotado, observaba el profundo azul del cielo.
Ese día los muchachos hicieron confesar a un periodista lo que había descubierto sobre las andanzas del presidente. No era poco. Me atrevería a decir que hizo todo lo posible para ganarse un puesto allí, en las que en otra época fueran las habitaciones de las clarisas.
Publicó un artículo en un pasquín de revoltosos en el que revelaba una foto de  una activista mientras entraba a la plaza Santa María. Al general lo tenía sin cuidado el acento revolucionario de los malos redactores. Lo amenazaron los ojos de la mujer que ferales miraban a la cámara diciendo “te tengo en mis manos”. Después de la publicación, el papá de la mujer le dijo entre lágrimas a la prensa que la había soñado encerrada en un laberinto, perseguida por un minotauro y que coincidencialmente esa mañana de tauromaquia, nunca la volvió a ver.
Justifiqué los golpes, los electrodos en las tetillas, los días sin comida y las agujas en las puntas de los dedos. Lo que no tuvo sentido, lo que fue bajo y falto de valor, fue que cogieran a Petite y frente a sus ojos le lanzaran un ladrillo. Ella ladraba desesperada. Cuando le cayó el peso en la cabeza, un chorrito de sangre se deslizó por el piso. Fue la única vez que vi a un periodista llorar.
Ese día los pasillos se llenaron de un antiguo sentimiento de tristeza. Una pena nos condujo a preguntarnos en qué mundo descansaban los perros ¿habrá uno para french poodles y otro para labradores?

Con Andrés todo fue muy distinto desde el principio. Cuando llegó, uno de sus tíos políticos intervino como la virgen para que su pecado no fuera expugnado por las vías de dolor.
En contraste, a este lugar la gente llega con el corazón en los pies, algunos se orinan y los caudillos más viejos, menos idealistas, huelen en los pasillos, la lenta muerte que les susurra como una hampona de barrio “verraquito, la vida se nos va”. En cambio a Andrés, a menudo lo veo soplar los dientes de león que crecen en las grietas como si el tiempo se midiera por los pétalos que desprenden las flores.
Él llegó muerto de la risa, con las pupilas dilatadas repetía que ya era hora de poner la bandera de Colombia en Marte. Y no era para menos, la Unión Soviética había anunciado que lanzaría una serie de satélites llamados Sputnik. Dicen que en castellano significa “amigo acompañante”.
Lo encontraron consumiendo hongos con la hija del general. Quizás era sobrino de algún ministro, no entiendo cómo no lo mataron.

Una madrugada el comandante me tomó de la cintura y me susurró al oído: “territorio amigo aún sin conquistar”. No me atreví a enfrentar a ese cerdo pero habría querido. No fui capaz de decirle que sus azules ojos me repugnaban. Que su mirada con el tiempo había abandonado su dejo de complicidad y se había vuelto un lente calculador. No había tenido el momento para explicarle que cuando lo veía en caballo marchar hasta la Plaza de Bolívar, no me parecía otra cosa más que un lame suelas. Es muy macho con sus subalternos y una completa puta con sus superiores.
Y es que después de ver el cuadro obsceno en el que un hombre disfruta la angustia, sólo queda un vacío en el estómago. Le dije a Quintero que después de ver cómo colgaban a un sujeto electrocutado en una celda, sentía ganas de vomitar. Él me respondió con silencio. Ésa siempre es su respuesta. En la noche me dijo que para que me doliera el estómago, era porque estaba embarazada.
En un día de agosto cuando atardecía y hablábamos en voz bajita, le conté recién llegada que siempre había soñado con hacer algo importante. Le di detalles de la escuela normalista, le dije que había leído la Metamorfosis de Ovidio y había soñado con ser escritora. Le confesé mis frustraciones como secretaria de un abogado acosador y fui más sincera cuando le revelé lo mucho que admiraba a Mata Hari y su falso origen javanés.
Él me respondió con una cara de despistado y me dijo que en su colegio también lo ponían a leer pero que casi no le gustaba.

Mi trabajo era llevar muchachos que representaran un peligro para el general. Me mezclaba entre ellos, hablaba de la URSS y tomaba gaseosa mientras los oía con atención. Fingía que era botánica, que admiraba a Lenin, contaba de manera anecdótica sobre los mangos que repartió Mao en China o hablaba sobre un hecho relevante del momento y les susurraba en voz bajita “tenemos que hacer algo”.
Los primeros intentos, no descubrí nada, sólo conversaciones cosméticas sobre el futuro del país. Excepto por ese muchacho que me miraba con ojos de lechuza. No decía ni una palabra pero su mirada sometía al interlocutor. Había un biólogo en el grupo que decía amar los helechos y un abogado que hablaba de la necesidad de una democracia directa. Harta, les pregunté qué pensaban de la memoria, si quizás la fotografía realmente conservaba los instantes, a lo que el muchacho de mirada encendida respondió:

“Afortunados los ojos que hayan visto, la última foto de una vida”.

Cuando llegué al otrotra convento, uno de los gozques del general me llamó con urgencia. Necesitaban que los ayudara.
-Y pasaron nueve meses- dijo el comandante con su tono que pretendía ser viril.
Avancé y pude ver el rostro de Andresito. Sentí vértigo. El lame suelas me preguntó qué hacía ahí parada, mirando.
-Yo le dije al general que una mujer no nos convenía, siempre lloran- dijo en voz alta y luego miró a los que lo rodeaban para ganarse su aprobación.
Nunca me pesó tanto mojar la toalla, levantarla, ponerla sobre su rostro mientras me preguntaba sin palabras, por qué le hacía esto. Sentí asco cuando encendimos la energía y vi su cuerpecito temblar al son de la infamia.
Los oficios duran 24 horas. Alternan la electricidad, el hambre, llamadas telefónicas a familiares, fotografías, amenazas de muerte, golpes, extracción de dientes, insultos, agujas en los dedos y asfixias temporales.
Saqué de mi cinturón a mi amiga “justicia” y le disparé en la sien. Temblé y resistí las lágrimas. Me acerqué a su carita e hice una fotografía en la memoria.
El comandante estalló en ira. Me dijo que yo no servía para eso. Que era una mujer y que nosotras siempre confundíamos la profesión con el corazón. Me dio una bofetada con la que casi me tumba los dientes. No le respondí.
Quinterito no me preguntó nada. Sólo estaba asombrado. Agradecí su silencio.
Volví a ser secretaria en un juzgado. Con suerte puedo escribir cartas en las que combino los estilos o envío mensajes ambiguos a magistrados. Me gusta llegar a mi casa y pasar canales como una autómata. Abrir una cerveza sin que los vecinos me vean.
La novelita de la tarde, las noticias, el canal cultural, ésas son mis rutinas. Esta mañana vi las imágenes de un tubo gigante. Lanzaba chispas desde su base. Mostraron la curvatura de la tierra desde el cielo que seguramente fue la primera foto que le tomaron a nuestro planeta.
La gente hablaba de viajar a marte, en cambio yo, después de pensar en Andrés me pregunté, quién tendría la fortuna de tomarle la última foto a la tierra..."

Autor: ICVG

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