Estaba caminando hacia Stephanplatz en la madrugada. Mi dejo latinoamericano hacía que me levantara a las cinco de la mañana en un continente que comienza sus actividades a las nueve. Evidentemente, todos los locales estaban cerrados y mi objetivo, la casa de Mozart, no era la excepción.
Caminé algunas cuadras y me fui alejando del museo. Caí en cuenta que Viena estaba llena de estatuas de cuerpos humanos y que los techos siempre tenían el típico color verde del metal oxidado. Para mí, los colores que definen a Austria, son el verde y el dorado. Sólo entonces comprendí la necesidad de Klimt de pintar con oro. Lo dejé de ver como alguien ordinario y comprendí que obedecía a su contexto, esa necesidad.
A medida que me alejaba miraba los trenes con banderas LGBT y el sol destellaba. No sé cómo, ni por qué, llegué a un jardín inmenso. La energía era especial: Las personas yacían sin camisa sobre un prado verde intenso e inclusive los cuervos inmensos de dicha latitud, se veían tranquilos. Miré el lago y por unos instantes sentí una paz inmensa. Estaba lejos de mi origen: Del populismo latinoamericano, de la falta de civismo, de la ingenuidad, de la guerra, del machismo.
Es una paradoja que no haya presenciado el castillo y que me haya sentido en absoluta tranquilidad en la que en otras épocas fuera la plaza desde donde se planeaban las mayores intrigas europeas. Desde donde salió un archiduque para luego ser asesinado e iniciar la primera guerra mundial.
No he podido borrar el color del lago de Schonbrunn de mi mente, ni mi último día en Viena. Cuando pienso en él, me consuelo a mí mismo y me digo que la paz sí existe pero en otro lugar.