lunes, 12 de noviembre de 2018

Bogotá la Aterradora

De niño recuerdo que había un terror que no todos tienen: El miedo al lugar donde vivía. Y aunque parezca una fábula de terror, con los años no me he sentido más seguro. 

A diario, con mi madre atravesábamos un “distrito salvaje” lleno de serpientes de cemento, invadidas a su vez de buses que expulsaban bocanadas de humo y contagiaban el cielo de partículas de smog. Generalmente era sucia, en donde se caminara había papeles en el suelo. Se veían habitantes de calle devorados por drogas (muy económicas en Colombia) y extremadamente sucios. A veces enfermos e infestados por microorganismos sacados de alguna tumba egipcia.

Entonces, era una ciudad gris, que conservaba la arquitectura de los años 70: Robusta, de ventanas pequeñas y empapada del aire viciado. Los buses pasaban por encima de los separadores y los taxis conducían como si quisieran matar a los peatones. Las profesiones más populares eran la de médico y la de abogado, estos últimos, de trajes verdosos y adictos al tinto, que les volvía los dientes amarillos.

Las políticas de prevención contra el tabaquismo no habían llegado lejos, y como en las películas de Wong Kar Wai, se veían oficinas llenas de virutas blancas, desenvolviéndose lentamente en el espacio. Los bogotanos aún hoy, están contra el tiempo y de mal humor. Nadie se detenía a mirar el cielo, ni a contemplar el poniente, ni a oír los sonidos del cerro. “La modernidad” modeló una ciudad, bendecida con montañas inmensas pero atrapada en un ritmo de vida enfermizo. 

Nunca pensé que esa ciudad no era más que el reflejo de una historia profundamente accidentada, con raíces en el autoritarismo y la desigualdad, además de una guerra que parecía que nunca iba a acabar. Sus calles sin zonas verdes, eran el espejo de la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla, que en un acto de barbarie y egoismo, negó el proyecto urbanístico de Le Corbusier. En su lugar hizo un aeropuerto y una gran autopista pero se le olvidó que las ciudades también son para caminar.

Aún quedan retazos de ese urbanismo naturalilsta de la primera mitad del siglo XX, por ejemplo El Park Way de Conrad Bruner. Y precisamente ese espíritu se tradujo en impulsos como los de Rogelio Salmona, con sus torres del parque y su opus magnum: La bibllioteca Virgilio Barco.

¿Y por qué negarlo? La fuga de la clase alta hacia el norte de la ciudad ha dejado joyas arquitectónicas. Pues en su afán por no mezclarse con el resto de la plebe, la alcurnia dejó llena de casas inglesas y de mansiones, barrios como Teusaquillo y Bosque Izquierdo, donde hoy ancianos renuentes a arrendar sus habitaciones, viven pobremente en el centro de una gran morada.

Apartados estaban los suburbios, donde la gente menos favorecida económicamente le rezaba a sus vírgenes y árcangeles (quizás la inspiración principal de Dulce Compañía de Laura Restrepo) y adentro la catástrofe, de una sociedad religiosa, que debajo de cuerda enaltecía a las putas, a los maricas y a los desadaptados, porque en elfondo, todos lo éramos.

Caminar siempre fue difícil. Luego comencé a amarlo. No sé cuánto dure en este lindo infierno, mi infierno. Pero espero la ciudad no me devore en sus fauces inmensas y violentas. Que por el contrario, me expulse con dulzura, que me libre de ella.

A pesar del pasar de los años y de brindar una mayor importancia al urbanismo, resulta aún una ciudad agreste incapaz de pensarse para niños y para ancianos. Caminarla es oír el bramido de los buses, es recordar que no tiene metro por los malabares del clientelismo, es entender que es compleja, como los bogotanos mismos.