-Agotado de su búsqueda- decían los pobladores más viejos -Caín, eligió un lugar de la geografía al que no había llegado Dios-. Tierra de monzones, de vientos índicos, de tsunamis intempestivos y estrellas transparentes, en la roca tallada habitaban rostros de otros seres divinos, con otras leyendas. Seres que tensaban el arco, otros que destruían cíclicamente el universo y otros con la cabeza de un dios y el cuerpo de una prostituta. Allí, en el seno de una casa de dónde se desprendía el aroma de la canela, el té negro y el cardamomo, nació una pequeña niña.
Hija de un padre dedicado a la agricultura y de una madre abnegada y dedicada al hogar, supo caminar con facilidad y acercarse al paquidermo que asomababa su trompa por la ventana para pedir comida. Sus ojos, pequeños frente a su cuerpo monumental, la examinaron un par de veces y luego procedieron a cobijarla entre su cuerpo. Ajena a los lloriqueos de los niños malcriados, se permitió dormir sobre él.
Eran distintos, solía afirmar su mamá: Ella es un humano y él es un elefante. Son iguales, decía un viejo monje budista a la vera del camino: Sus huellas van unidas hasta la ribera. Y ambas cosas eran ciertas, eran distintos y eran iguales. Ella iba creciendo, él comenzaba a envejecer. Ella usaba vestidos, él un collar de cadenas que lo acompañaba a manera de recuerdo. Ella comía verduras, él comía algunos granos. Sin embargo, en las tardes cálidas siempre caminaban juntos a la rivera.
Al observar el comportamiento, un inspector de un imperio inmenso y lejano, grande y pequeño, quiso saber más de la particular actitud. Grande, con inmensos buques de guerra y colonias anchas que podrían albergar varias veces la población de quiénes dominaban. Pequeño pues no era más que una isla en el medio del mar, aterrada por la desnudez y el tacto entre humanos. Se propuso seguirlos y observarlos.
Por esa época, un médico del imperio, atravesaba el lado opuesto del mundo. Estudiaba especímenes enquistados en islas pacíficas. Cavilaba sobre las formas de los colibrís del sur del mundo. Dibujaba las tortugas oscuras (que luego serían parte de un zoológico) y analizaba las condiciones del ambiente. Escribía noche tras noche. Sus huellas casi siempre iban acompañadas de amplias pisadas humanas.
El inspector, notó la cercanía entre la criatura y la criaturita como algo peligroso, extraño y ajeno a las conductas humanas. La muchachita movía su mano a manera de trompa. El elefante en su lugar, entraba a sus anchas a las casas del caserío y devoraba las frutas que encontraba. Entonces recordó que había un demonio en la región con cabeza de elefante y de inmediato le rezó al santo de su ciudad.
Sobre el escritorio de la emperatriz reposaban dos cartas. Una que describía los descubrimientos de su coterraneo y otra en la que se pedía autorización para purgar el pueblo. Un sirviente angustiado tocaba su puerta y ella, quién hacía sus plegarias entre orgasmos y un funcionario de una lejana colonia del Este, se asomó despelucada a la puerta. Contoneando sus caderas pálidas, firmó las dos cartas. 5 meses después, un naturalista descubriría la teoría de la evolución y un pueblo del reino de Caín habría de caer incendiado por tropas de un imperio grande y pequeño.
-Sólo cenizas- dijo el corregidor. Se marchó y lanzó una piedra que tenía en las manos, hacia la ribera. Cayó en la huella del elefante. Y se hundió porque los elefantes son grandes y a veces los humanos somos pequeños. Pero hay algunos niños inmensos, dispuestos a caminar hasta el río, beber un poco de agua y recordar que la vida es mejor con un amigo.