viernes, 19 de febrero de 2021

En las Montañas, en la Frontera

Recuerdo a la mamá de mi papá como alguien a quién nunca logré entender completamente. Aunque en mi niñez expresó afecto, ya entrada mi pubertad, tenía actitudes que me llenaban de curiosidad. Mi abuelo murió cuando yo tenía aproximadamente 11 años y ella llevó el luto por aproximadamente diez. Diez años de vestirse de negro, de recordarlo, de hablar sobre él. Eso, además de su pesadumbre y su insistencia en que en ese inmenso apartamento que daba a una calle llena de carretas con vendedores de pescado, ni una puntilla se había movido en un honor a su marido.

En esea casa preservada por el luto y las condolencias, algo de nostalgia causaba el escritorio de mi abuelito, otrora lugar para colgar las llaves y sobre el cual yacía el retrato del bigotón oficial Francisco Viveros Osejo, que a manera de mito heroico, decía mi papá, había pertenecido a la guerra de los mil días.

Mientras tanto, yo vivía mi vida en paralelo. Cuando llegué a los doce años tuve una depresión muy grande y comencé a cuestionarme acerca de mi identidad de género. Ser hombre me parecía predecible y aburrido. Entonces, me fascinaban figuras como Frida Kahlo (antes de que fuera un boom mundial). Comencé a desarrollar manerismos, a llamarme en mi mente de manera masculina o femenina, a intentar penetrar el mundo de las mujeres, aunque la imagen de los hombres estuviera mancillada por los errores cometidos por generaciones de sujetos que olvidaron la reciprocidad entre individuos. Quería dejar de sentir miedo y comenzar a vivir.

Yo viajaba a finales de año, a través de medio país en un Nissan de los años 70, hasta la frontera con el Ecuador. Entre abismos profundos, donde hace doscientos años los realistas pretendían recuperar la llamada colonia (que no era otra cosa más que la finca personal de un reyezuelo ibérico), se asienta la historia de mi familia paterna. Ellos me resultaban exóticos con su catolicismo doloroso, con su racismo anacrónico y con su machismo provinciano. Entre otras cosas recuerdo que me pedían que me parara de la silla cuando el sacerdote se acercaba.

Precisamente ese extraño mundo es el de los Viveros. Mi abuelito, en su afán altruista de unirnos, hizo una casa de campo cerca a un río caudaloso. Antes de que el desarrollo económico llenara la zona de piscinas, devorando las inmensas plantaciones y los bosques frondosos,  solíamos visitarla. Una vez el patriarca falleció, el tiempo comenzó a comerse las paredes y sus descendientes, pésimos lectores, les pareció rentable cortar los naranjos y cambiarlos por una cancha de fútbol. Cambiaron las luciérnagas, el arrullo del agua infiltrándose  en el suelo y la suave sucesión de las vidas de los pájaros, por un balón y un grupo de primos con peinados propios de un futbolista o un soldado.

En uno de esos viajes, fuimos con la mujer del eterno luto a la finca de Pilcuán. Caminamos por la casa de campo y en un momento, mi abuela me pidió que la ayudara a recoger frambuesas. Nos fuimos entre los matorrales y ella como siempre con su cara de desaprobación, de esto no me gusta, de "estoy mamada de vivir". Aprovechó la piscina para pedirme que me irguiera, que caminara como hombre. Mis papás habían oído varios de esos mensajes y en su profunda pasividad, nunca decían nada. Quizás pensaban que es lícita la homofobia, siempre y cuando se mire desde la tribuna.

Era un niño, yo no entendía por qué su miedo a mí. Tampoco entendí nunca por qué su obsesión de conectarme con su pasado. En una ocasión, nos llevaron al cementerio, visita obligada para mí. Fui al mausoleo de mi familia y entre nombres de personas que nunca conocí, estaba el de mi abuelo. En esa época, yo tenía catorce años. Me miró, entre su decoración mortuoria de prendas azabache y me dijo: "Yo tenía su edad cuando mis papás fallecieron". Uno tras otro, primero la mamá y luego el papá. Creció en un internado con monjas y se negó a recibir la educación que uno de sus cuñados le ofrecía por la crueldad con la que él había tratado a su hermana.

Yo intentaba agradarle, en una imitación pendeja de lo que siempre intentó hacer mi papá: Agradarles aunque eso significara desdibujarse a sí mismo y venderse completamente extraño a cambio de nada. A menudo se ponía tan nervioso delante de sus ellos que parecía que fuera a sudar sangre. Qué calvario. Lo cierto es que nunca le  agradé. Y para ser sincero, ella tampoco me cayó muy bien.

Quería a mis hermanos, admiraba las piernas del mayor cuando era cadete y la sonrisa del segundo, por su coquetería. A mí no me admiraba. Yo era en su vida, quizás un secreto. Quizás algo que nunca pudo mirar de frente. Me gusta creer que en esos arranques de lesbianismo que ocurren en los internados de mujeres, yo no era más que un recuerdo vibrante de lo diletante que es el instituto humano.

Me volví un joven de cabello largo y nadar todo los días marcó una suerte de rasgos andróginos. Ella hizo otro de sus comentarios, delante de mi mamá "¿eso es un hombre o una mujer?". Lo cierto es que yo no estaba seguro y de cierta manera, me gustaba que me confundieran. Aún hoy, disfruto cuando las personas no identifican mi nacionalidad y caigo en un terreno de ambigüedad.

Entender su realidad era difícil, las preguntas parecían estar prohibidas. Sus hijas le mandaban regalos que ella rechazaba. Había días en los que lanzaba afirmaciones para subvalorar a otras personas (así porque sí). No le gustaba la suciedad y a manera de la sor Edgar de DeLillo, estaba obsesionada con la pulcritud del mundo en el que vivía. 

A mi mamá, mujer que se adentró en las selvas de la Orinoquía a sus 24 y vivió noviazgos apasionados antes de mi papá, nunca la aceptó. Siempre con sus comentarios reprobatorios, odiosos, rancios. Sin embargo, tenía en la sala de su casa, encima de un televisor con patas, un cuadro de un nazareno zarrapastroso cuyas conversaciones más flamantes fueron con prostitutas. Tan mala su suerte que mi abuelito amó a su nuera. No perdía ocasión para halagarla, para bailar con ella, para regalarle alguna pulsera, algún detalle que le recordara el lugar especial que ocupaba en su corazón. Y para ser sincero, no perdía ocasión con ninguno de nosotros. Su carácter volcánico se mezclaba con la ternura de un patriarca dulce que esculpía en la entrada de la piscina, los nombres de todos sus nietos.

El último recuerdo que tengo de ella, es cuando me gradué. Estuve tres días intentando viajar de Bogotá a Ipiales, para verla pues yo tenía la firme intuición de que ella fallecería pronto. Finalmente lo logré, con una gran dosis de ingenuidad. Una de las primeras preguntas que me formuló versaba sobre si había encontrado empleo. Lo cierto es que llevaba varios meses sin encontrar nada. Le dije la verdad a lo que exclamó "semejante universidad tan cara y ni siquiera salen con empleo". Eso era todo lo que yo recibía de ella. Y entrando a la adultez, entendí que simplemente no debía amarla, ni congeniarme con alguien que había hecho tan poco esfuerzo para conectar conmigo. Decidí dejarla atrás.

Pasaron las navidades y nunca más volví. La dejé pudriéndose con su amargura, con sus angustias, con sus secretos. Y un día, con 7 horas de diferencia con respecto a mi otra abuela, falleció. Se fue. Adiós sufrimiento, sor Edgar. ¿Para qué mentir? Habían pasado tantos años desde que nos distanciamos que no sentí nada. Sentí lástima por mi papá pero nada particular por su muerte.

Entre mis cartas de nacimiento, encontré hace unos años, unas que no eran para mí. Eran las cartas de ella y de su esposo para mi papá. Eran cartas dulces, tiernamente con mala ortografía. Cartas de amor a un hijo. Me resultaba una imagen incoherente con la mujer de negro que conocí. Sin pensarlo, cargamos a la gente a través del tiempo. En Alemania, soñé con ella en una cama llena de sangre, pidiendo ayuda. Era como si asistiera a sus últimos minutos de vida. Sentí compasión.

Saliendo de la casa de Ottobrunn, regué un poco de agua en el suelo, como recomienda Clarissa Pinkola Estés, para el alma de su niña. Para esa niña huérfana, cohibida, sometida que espero que ahora sí sea libre de este mundo estúpido. Estos días recordaba que encendía el televisor para ver caricaturas de Disney mudas y a blanco y negro. Quizás la imagen más linda que guardo de ella, una mujer que nunca se dejaba abrazar.


 


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