Su rutina sólo consistía en tomarle signos vitales, ayudarla a bañarse y darle de comer. Puede parecer sencillo pero en el pueblo de dónde ella venía, las actividades propias de la enfermería eran percibidas como indigno servilismo. Con un padre machista y arribista, debió abandonar su casa para poder dedicarse a estudiar una profesión y no quedarse anclada en una zona rural que no entendía su corazón.
Martha era una persona fácil de tratar. Nunca protestaba y a menudo le agradecía con pagos adicionales a su sueldo. Vanessa sentía algo de pena por esa anciana mujer que habiendo amado al mundo se había quedado sola en una inmensa casa de Teusaquillo donde las arañas reclamaban su condición de inquilinas.
Una sensación de alivio le recorrió el cuerpo cuando vio en la puerta de la casa a un hombre con ojos asiáticos y flores amarillas en las manos. Al intentar hablar con él, notó cierta torpeza que le impedía articular con claridad los conceptos. Se limitó a decir “¿está mamá Martha?”. Pensó en no dejarlo pasar, quizás sería una persona en condición de discapacidad con serios problemas para encontrar su camino a casa. Pero tras verle los cachetes suaves y redondos, supo que a nadie en esa casa le caería mal un poco de acción.
Tras saludar a Martha y aparte de efusivos abrazos, se sentaron a hablar en el lenguaje truncado de dos personas que se aman pero tienen su mente en mundos distintos.
Elías estudió en un colegio de la zona, otrora cuna de los ricos de la ciudad. Nada del otro mundo, una institución con una mirada gótica del mundo y un machismo nada atípico que no pudo lidiar con la forma de ser de Elías. Se abstraía haciendo dibujitos en su cuaderno mientras se transportaba en la mañana. Sus chistes eran sencillos, libres de todo morbo, sinuosidad o crueldad. Podía estar absorto en esos inmensos salones de principios del siglo XX, mirando por las ventanas las nubes arremolinadas y al habitante de la calle que se recostaba al lado de una iglesia para masturbarse.
Sus notas siempre fueron deficientes y con el paso de los años, se convirtió en el objeto de tortura de los niños inseguros que necesitaban reafirmar su masculinidad y su estatus social. Solían abrir su lonchera sin permiso y cuando intentaba protestar con su enrededada lengua, el macho alfa del salón le zampaba una bofetada. A veces lloraba y a veces los profesores lo protegían. Pero no se podía tapar el sol con un dedo. Ni sus compañeros entendían bien por qué era distinto, ni se había hablado con claridad de cómo debían tratarlo.
Martha llegaba agotada de la oficina de reparación de víctimas del conflicto. Lanzaba sus zapatos y su ropa a una esquina y se dedicaba a dormir. Hasta que un día quiso observar detenidamente en el rostro de Elías el de su difunto marido. Una rara manía que tenía para descubrir una forma de belleza oculta en su hijo. Notó una mano marcada en su mejilla y moretones en el antebrazo.
Lo intentó todo, desde enviar cartas, hasta hablar con los profesores. Decían estar preocupados pero en el fondo lo tomaban como una broma.
Decidida, fue sin anunciarse al colegio y miró sigilosa desde los cristales. Descubrió que su hijo era un chico solitario, sentado en un pupitre aislado al que un par de compañeritos afeminados sólo lo determinaban para pedirle útiles escolares. Llegó el recreo y dispuesta a hablar con él notó cómo Esteban, hijo de un ingeniero de caminos, abría la lonchera. Su hijo protestaba, intentó socorrerlo pero algo la detuvo. Vio cómo lo tomaban de los brazos y golpeaban su rostro mientras se reían.
No lo pensó. De hecho, la humillación que sintió era más grande que sus pensamientos. Se aproximó al niño que lo maltrataba, lo miró de frente y le dio una cachetada. Sonó tan duro que inclusive ella se unió al momento de consternación que experimentaron los pequeños.
Un profesor llegaba al salón y ella lo saludó con cortesía. Acto seguido, escupió su camisa, tomó a su hijo de la mano y Elías, nunca más, pisó un colegio.
Vanessa lo comenzó a llamar terremoto, porque nunca sabía cuándo iba a llegar con un ramo en la mano. Y durante algunos días después de que visitara a su madre, se hacía las mismas preguntas. Que dónde vivía, que quién lo cuidaba, que si las personas con síndrome de down tenían pareja. Luego los interrogantes se apagaban. La sala solitaria se llenaba de silencio y le volvía a tomar la tensión a Martha.