Tras una semana llena de complicaciones, decidí hacer una siesta. Mientras soñaba me veía a mí mismo en la cama, estiraba un brazo y escribía en el techo "Dios existe". No me sentí ofendido porque una parte de mí aún tuviera reminiscencias de mis creencias. Me pareció algo dulce. El Dios que me enseñó mi madre, no era el sujeto tormentoso e histérico, era dulce, amigable, tierno, misterioso y a menudo más maduro que la sociedad agreste donde vivía.
Me levanté con una sensación dulce. Su existencia o su desvanecencia dejó de preocuparme hace años. Su desaparición fue casi forzada en mi vida, frente a un catolicismo exegético e hipócrita, obsesionado con la tributación de sus fieles. Ser gay empeoró las cosas, Dios y nosotros éramos polos opuestos. Con los años se convirtió en una farsa que los seres más oscuros defendían.
Me resulta divertido imaginar los múltiples rostros del Dios que hemos creado los humanos. Es el mismo que acompaña a los banqueros a ocultar sus delitos financieros, así como ampara a una transexual a caminar las calles de Bogotá a media noche. Habita suburbios, llenos de sirenas de policía o salones de batallones que albergan desamparados, parejas adúlteras con cruces colgándoles del cuello.
Es un Dios que susurra en carreteras desiertas cuando los autos fallas, que hace figuritas divinas en casitas pobres y que escucha a las personas que están desesperadas. Hay algo lindo en el concepto de Dios, lo reconozco. Y es que es ese otro yo que siempre está disponible para las personas más vulnerables. Qué humano es.
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