lunes, 22 de octubre de 2018

Seres Diminutos



Hay seres grandes que cambian la historia, metrónomos de su era, faros de academias prestigiosas, cuentistas de grandes historias, mártires que dividen las religiones y soñadores que con una fuerza inexplicable, moldean generaciones. Y existimos los diminutos: Ingenieros fracasados, secretarios de despachos inundados de soledad, asistentes de viejos verdes, vendedores de golosinas, enfermos desconocidos y discapacitados retraídos en habitaciones blancas.

Por eso me conmueve la escritura, precisamente porque habla de nosotros. Y es que hay personajes que con sus singularidades humanizan el mundo y se enfrentan a las sucias convenciones que separan a nuestra especie. Nunca he de olvidar a una mujer que vendía dulces en plena calle al lado de un carrito y con una de sus manos sujetaba un libro de poesía erótica. Tampoco puedo pasar por alto la alta capacidad técnica para arreglar relojes de la secretaría del grupo donde trabajo, otrora miembro del grupo de mantenimiento de cronómetros de hidrología. Y mi amado Pessoa no se puede quedar atrás, que como yo, pensaba que se quedaría atrapado en una calle siendo bibliotecario, durante toda la eternidad.

¿Cuál es mi particularidad? Bien, es una intimidad. La descubrí a los 12 años, cuando mi hermano mayor abandonó la casa. Comencé a imitar sus gestos, adopté su timidez, intenté seguir sus pasos y caminar a lo largo de su biografía. Fracasé, porque soy un ser muy distinto. Y así me ha sucedido con otras personas, con compañeros que no conocí muy bien, que se fueron y triunfaron. Es extraño lo que hago, casi como en un ritual, a veces recorro los lugares en donde estuvieron, a ver si atrapo algo de su esencia. A ver si se quedó en el aire un poco de ellos. 

Los espacios me taladran los sentidos. Los ruidos, el sonido de la calle y el aroma de las ciudades. Una suerte de inevitabilidad que me destroza la calma, considerando lo caótica que puede ser Bogotá. Y no es una actitud poética o una metáfora. Ya desde niño, al entrar a mi colegio construido a principios del siglo XX, sentía una nostalgia profunda y ajena, algo difícil de explicar. Bastaba con que mi mamá me hablara de su infancia en el campo, para imaginar y sentir la puesta de sol; hacer de su tristeza, la mía.

Esa capacidad de desdoblarme y ser otros, a menudo me ha pasado cuenta de cobro. Me desequilibra con mucha frecuencia. Una psicóloga con una risa entrecortada, me dijo que era una graciosa coincidencia que hubiera estudiado una profesión relacionada con el ambiente. Pero los estudios que profundizan la relación entre las condiciones ambientales y las emociones humanas (por ejemplo, los que se han dedicado a revisar la relación entre depresión y la caminabilidad de las ciudades), son de vanguardia. Yo tan sólo soy un tercermundista que no entiende muy bien por qué cuando una moto pasa a alta velocidad, le gusta imaginarse una historia de amor en medio de la autopista.

martes, 16 de octubre de 2018

Uno en Mil Hombres

Mario Mendoza decía que en su habitación también estaban esas versiones suyas que vivieron otra vida ¿quién podría ser yo?

Podría ser el biólogo, que no pude llegar a ser porque en un juego del destino, mi aplicación no llegó a la universidad de destino. Quizás estaría vendiendo galletas en una tienda de barrio, con un cartón adolorido, pidiéndome a gritos que suba a los glaciares a investigar al águila de páramo o a los frailejones que se mueren o al oso que camina lento o a la serpiente que se desliza sobre las rocas.

Otra versión mía, quizás calzaría botas de fibras de palma y mendigaría a las siluetas de los árboles un buen cuadro que vender en el centro de la ciudad. De no ser porque me enfrenté al decano de la facultad de artes de la Universidad Nacional, quizás, sólo quizás, entendería en qué pensaban las mujeres de Degas.

¿Y si hubiera amado los libros más joven? ¿Y si hubiera bebido autores antes de la mayoría de edad? ¿Y si hubiera bebido otras voces? Quizás estaría en un pequeño recinto, de muchachitos alternativos, con la típica barriga de quienes se acercan a los 30. Pidiéndoles que entiendan la diferencia entre el realismo y el surrealismo. Suplicando limosnas, leyendo en las noches y amando las madrugadas. Embriagado los fines de semana. Tendido con sacos de lana, motosos por el uso y recostado, suplicándole a Barbajacob, que me lleve al corazón de la naturaleza.

¿Profesor de idiomas? Parecía que estaba escrito en la palma de mis manos cuando descubrí la facilidad que tenía para aprenderlos a mis 15 años. Andaría en bicicleta, haría canciones para adultos mediocres que detestarían tanto la clase como yo. Me metería a pirámides financieras buscando abandonar cocinas viejas y habitaciones arrendadas de a peso. Y haría el amor con personas que no podrían descifrar las cosas que digo mientras duermo.

¿Y si me hubiera arriesgado con Paulo o con Mauricio? ¿Sería feliz? ¿Sería un hombre feliz? ¿Sería un hombre? ¿Sería uno en mil hombres? ¿Quizás sería, mil hombres en uno?

De niño quería ser mago, manipular los elementos, volar (para escapar de las golpizas de mi papá), mutar, transmigrar, evolucionar y retornar. Lo cierto es que la magia no la he encontrado en varitas, ni en secretas invocaciones. A menudo pienso que la magia surge cuando uno menos la espera; como un cazador al acecho, que espera que su presa se despite ¿Sería presa o sería mago? 






miércoles, 10 de octubre de 2018

Escribir

Escribir es desdoblarse vulnerablemente 
al abrigo de desconocidos.

Es perderse y reconocerlo;
confesarse ante el público,
es arriesgarse
y volver a casa ileso.

Escribir es contraerse objetivamente,
exponerse a hacerlo bien.
Es ser juzgado,
ignorado,
entendido
y olvidado.

Es cristalizar las aves en movimiento,
hacer de los vivos colores unos cuantos signos,
es atrapar el desengaño
y a veces,
retar a la razón.

Escribir es ser libre,
en reglones de gramáticas inflexibles.
Es reconocerse de una lengua
y una cultura que a nadie le importan.
Es amarse sin que nadie lo note.

martes, 2 de octubre de 2018

Cumplir Años, Romper Mitos

De niño pensaba que de adulto las cosas eran más claras. Ahora siento que la vida es un tren que no se detiene y que de estación en estación, se sube una pregunta. Escribo desde Medellín, una ciudad que nunca me importó, con una profesión que en los noventas nunca escuché. Desde el lugar donde vivió mi bisabuelo al que nunca conocí y el que nunca a mi abuela reconoció.

Me he convertido en un adulto que debe trabajar incansablemente y migrar de hotel en hotel, observando con desencanto la fealdad de las ciudades de Colombia y el vacío de los humanos. Moteluchos, conductores de bus tendidos en los edificios calcinados por la humedad del trópico, putas como las de García Márquez y niños vulnerables, como los de Lorca.

Los colombianos sonreímos como código social pero en el fondo de los dientes se inocula una lúgubre vida. Cientos de cuartos blancos y solitarios, decenas de calles sucias, secretos, inseguridades y una dejadez parecida a la descomposición de la materia orgánica en la ciénaga.

Hay un mito implícito en la esperanza humana: Que todos los humanos mejoramos nuestra condición. Y ahora veo que no, que simplemente cambiamos de óptica. De madrugada medito, con el paso de los días me he sentido mejor. Quizás mi hogar no es este. Quizás no pertenezco a esta gente y a este lugar.

Quizás, quizás, quizás.