Hay seres grandes que cambian la historia, metrónomos de su era, faros de academias prestigiosas, cuentistas de grandes historias, mártires que dividen las religiones y soñadores que con una fuerza inexplicable, moldean generaciones. Y existimos los diminutos: Ingenieros fracasados, secretarios de despachos inundados de soledad, asistentes de viejos verdes, vendedores de golosinas, enfermos desconocidos y discapacitados retraídos en habitaciones blancas.
Por eso me conmueve la escritura, precisamente porque habla de nosotros. Y es que hay personajes que con sus singularidades humanizan el mundo y se enfrentan a las sucias convenciones que separan a nuestra especie. Nunca he de olvidar a una mujer que vendía dulces en plena calle al lado de un carrito y con una de sus manos sujetaba un libro de poesía erótica. Tampoco puedo pasar por alto la alta capacidad técnica para arreglar relojes de la secretaría del grupo donde trabajo, otrora miembro del grupo de mantenimiento de cronómetros de hidrología. Y mi amado Pessoa no se puede quedar atrás, que como yo, pensaba que se quedaría atrapado en una calle siendo bibliotecario, durante toda la eternidad.
¿Cuál es mi particularidad? Bien, es una intimidad. La descubrí a los 12 años, cuando mi hermano mayor abandonó la casa. Comencé a imitar sus gestos, adopté su timidez, intenté seguir sus pasos y caminar a lo largo de su biografía. Fracasé, porque soy un ser muy distinto. Y así me ha sucedido con otras personas, con compañeros que no conocí muy bien, que se fueron y triunfaron. Es extraño lo que hago, casi como en un ritual, a veces recorro los lugares en donde estuvieron, a ver si atrapo algo de su esencia. A ver si se quedó en el aire un poco de ellos.
Los espacios me taladran los sentidos. Los ruidos, el sonido de la calle y el aroma de las ciudades. Una suerte de inevitabilidad que me destroza la calma, considerando lo caótica que puede ser Bogotá. Y no es una actitud poética o una metáfora. Ya desde niño, al entrar a mi colegio construido a principios del siglo XX, sentía una nostalgia profunda y ajena, algo difícil de explicar. Bastaba con que mi mamá me hablara de su infancia en el campo, para imaginar y sentir la puesta de sol; hacer de su tristeza, la mía.
Esa capacidad de desdoblarme y ser otros, a menudo me ha pasado cuenta de cobro. Me desequilibra con mucha frecuencia. Una psicóloga con una risa entrecortada, me dijo que era una graciosa coincidencia que hubiera estudiado una profesión relacionada con el ambiente. Pero los estudios que profundizan la relación entre las condiciones ambientales y las emociones humanas (por ejemplo, los que se han dedicado a revisar la relación entre depresión y la caminabilidad de las ciudades), son de vanguardia. Yo tan sólo soy un tercermundista que no entiende muy bien por qué cuando una moto pasa a alta velocidad, le gusta imaginarse una historia de amor en medio de la autopista.