De niño pensaba que de adulto las cosas eran más claras. Ahora siento que la vida es un tren que no se detiene y que de estación en estación, se sube una pregunta. Escribo desde Medellín, una ciudad que nunca me importó, con una profesión que en los noventas nunca escuché. Desde el lugar donde vivió mi bisabuelo al que nunca conocí y el que nunca a mi abuela reconoció.
Me he convertido en un adulto que debe trabajar incansablemente y migrar de hotel en hotel, observando con desencanto la fealdad de las ciudades de Colombia y el vacío de los humanos. Moteluchos, conductores de bus tendidos en los edificios calcinados por la humedad del trópico, putas como las de García Márquez y niños vulnerables, como los de Lorca.
Los colombianos sonreímos como código social pero en el fondo de los dientes se inocula una lúgubre vida. Cientos de cuartos blancos y solitarios, decenas de calles sucias, secretos, inseguridades y una dejadez parecida a la descomposición de la materia orgánica en la ciénaga.
Hay un mito implícito en la esperanza humana: Que todos los humanos mejoramos nuestra condición. Y ahora veo que no, que simplemente cambiamos de óptica. De madrugada medito, con el paso de los días me he sentido mejor. Quizás mi hogar no es este. Quizás no pertenezco a esta gente y a este lugar.
Quizás, quizás, quizás.
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