Se abrió una puerta y el transeúnte vio al hombre sapo y a su mujer. Él, siempre elegante y amable, se ganaba la sonrisa de todos sus vecinos. Especialmente, de la dueña de la panadería Mistral, a la cual le interesaba honestamente su campo de investigación: Los modelos cognitivos. Los aplicaba al campo de la programación, tenía predilección por los modelos neurales.
Caminaba por la carrera tercera y a menudo miraba con nostalgia una ciudad que a pesar de su caos, desde las montañas parecía en paz. Los edificios de ladrillo eran golpeados por los rayos del sol y por unos minutos dejaba de ser una ciudad de espíritu gótico. Era una urbe por y para los atardeceres.
Alzaba su mano, llena de ancas y desde la veterinaria, Rosita se limpiaba las uñas. Sola y triste, quizás sin nadie que le acariciara el cuerpo, se le había vuelto un hábito fruncir el ceño. Cuando alzaba la mirada, miraba a hombre sapo, sonreía y se despedía. Era un sujeto muy ilustre con una preferencia marcada por los perfumes de acacia.
En cambio ella, era simplemente soledad. En sus uñas tenía dibujado un barco que le recordaba a un hombre que olía a mar. En plena capital y a más de 500km de distancia con respecto a cualquiera de los dos océanos, Emel tenía sonrisa fácil y unos ojos brillantes. Su cuerpo era voluptuoso y cuando hacían el amor y ella recostaba su cabeza en el pecho de él, juraba que podía oír las olas del mar.
Se conocieron por casualidad en una tienda de barrio, iluminada por luces halógenas. Fue tal la confianza que pasaron del saludo cordial, al abrazo lleno de confianza y de ahí, a la cama. Durmieron abrazados como dos enredaderas que hubieran crecido juntas. Se separaron y se siguieron escribiendo. Siguieron durmiendo y contándose secretos, revelándose su mutua soledad.
Una noche del lluvioso octubre, Rosita pensó si de verdad amaba a ese costeño que lleno de la sensualidad del Caribe, le había enseñado un pedacito de la felicidad. Decidió partir como suelen partir los marineros: De un momento a otro. Y dejó al barco sin puerto, por lo menos por un tiempo. La vida de ella avanzó sin ninguna irregularidad. Seguía atendiendo perritos, entre ellos a la mascota de hombre sapo. Quien siendo sensible al detalle, notó los ojos de la veterinaria diferentes.
Para la él las cosas eran más claras. Miraba desde su ventana a la de Rosita, hace meses. Y durante algunos meses, vio un par de sombras que jugueteaban, que se perseguían y se unían en un abrazo. Luego la luz se apagaba. Un día, volvió a mirar la silueta sola, un poco más rígida y un poco menos juguetona. Al tratarse de un erudito en modelos neurocognitivos, entendía perfectamente la lección. Ella había aprendido el amor y miraba el barquito en sus uñas para no olvidarlo.