A Violeta, próximamente mi sobrina.
Viejo oficio conocían las manos que con callos, a manera ceremonial, buscaban toscas herramientas para desencajar la puerta de esa joven pareja de amantes que en un juego del destino, habían quedado atrapados afuera. Sí, afuera y sin ropa. Sólo quedaban unos minutos para que el marido llegara y a suerte de un revólver acabara veinte años de amor, compromiso y unas cuantas infidelidades.
Virgilio, le pusieron sus papás en honor al escritor, después de traerlo al mundo tras los estragos de la primera guerra mundial. El oficio heredado de generación, en generación, había pasado por los que hacían las chapas de los Borgia. Y a manera de marca familiar, decoraban su cabeza con un sombrero rojo.
Hacía calor en esa tarde romana, llena de turistas tomándose fotografías en la Fontana di Trevi, mientras una familia de suramericanos comía gelato, eufemismo para llamar al helado que no está diluido en elixires baratos.
Y su vida, ay su vida... Había sido una sucesión de puertas que se abrían y se cerraban. La puerta del instituto católico, se le cerró en la cara al cachetear a un catequista que le dijo a punta de gritos que la masturbación no era cosa de caballeros. Y aclaro que la cachetada sólo era metáfora. Porque lo que hizo fue simplemente abrir su cuaderno de ciencias en la última página, con senos turgentes que produjeron vergüenza (y una leve erección) en su profesor.
Sí, sí, luego lo de siempre. Lo de todas las historias de viejos europeos. La segunda guerra mundial y toda la mierda que les tocó comer a las clases medias por cuenta de una manada de autócratas inseguros, ávidos de tragarse el continente.
Así llegó a Roma, con el orgullo de haber estado sobre el Adriático representando a los suyos. Lo cierto es que sí voló de un lado a otro pero no como piloto sino ajustando motores. Comiendo heladitos. Qué digo, gelato.
Entre callejones y la vida de italiano proviniciano y pobre, se llenó de valor para mentir e inventarle una fantasía a una de las vendedoras de naranjas españolas. Mentirosilla. Decía que venían desde la finca de una de las expropiedades de los Habsburgo y así cobraba el doble. A él no le importó gastarse el dinero de la comida de tres días, sólo con el fin de poder hablar con esa muchachita con ojos de venado. La engatusó con sus mentiras, haciéndole creer que era un gran piloto y así, abrió esa puerta. Las pupilas se contrajeron y como se derrite el helado sobre el cono, ecco, se derritieron juntos sobre el cono del amor.
-Pásame una más grande- le dijo a su ayudante. Comenzó a forzar la puerta, casi rompiéndola, mientras la pareja adúltera se abrazaba como si fuera el fin del mundo. La mujer casi gritando, le pidió que la abriera rápido, sin dejar rastro.
Virgilio, que no podía callarse lo que pensaba le dijo:
-Señorita ¿cuando a usted la abren a la fuerza, al siguiente día se ve intacta?- Deslizó los ojos hacia abajo.
-No- respondió ofendida y maltratada. El muchacho que tiritaba a su lado, a duras penas pudo reírse antes de que ella lo fulminara con la mirada.
-¿Por qué entonces iba a ser distinto con una puerta?- replicó.
Un anciano se había quedado mirando toda la escena desde un rincón y tras la réplica del experto en llaves, susurró "formidable".
La puerta principal se abrió. El esposo atravesó el corredor con parsimonia. Insertó la llave. Les permitió vestirse y de la manera más prudente, le pidió a su competencia que se retirara.
Virgilio intentó explicarle que su tiempo valía. Que no era lo mismo no hacer nada que desplazarse hasta un lugar. Cuando le dijo la cifra, veinte euros, ¡catapum! se cerró una puerta. Ahora su camisa estaba del mismo color que su gorra.
Consciente de su error, el marido fue a buscar agua. Pero en tiempos de Berlusconi, no sólo no había agua sino que tampoco había refrescos. Quedaba un poco de prosecco, le untaron la boca y los tres: El esposo, el amante y la esposa, lo dejaron morir acompañado y tranquilo. En el bolsillo de su camisa, yacía intacta una violeta, la llave para entrar al cielo, según los cerrajeros de Roma.
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