El sacerdote se disponía a terminar el ritual con la palabra: "podeís ir en paz". Pero algo se lo impidió, aquellas miradas se cruzaron y cuando quería continuar con la ceremonia casi se le corta el aire que quedaba en sus pulmones, pudo terminar la frase gracias a un milagro del altísimo. Nunca se atrevería a demostrar su estado emocional, se encorvó, recogió lo que tenía que recoger y se fue.
Ya entrada la tarde en una ciudad lluviosa, salió dispuesto a dormir en paz en su cámara sacerdotal. Abrió las grandes puertas y "voilá", una criatura andrógina esperaba recostada sobre las rocas del templo. Ésta lo miró con complicidad, deslizó sus ojos al piso y luego suspiro; las nubes arremolinadas atestiguaban una historia que surgía en época de invierno.
Poco a poco las gotas se volvían más fieras, hasta el punto de volverse duras de corazón y puras de alma, convirtiéndose en granizo. El jovencito levantó su mirada, volviéndose su iris del color gris del cielo y mostró su fragilidad, ante lo cual un buen servidor de dios no se podía negar a prestar su ayuda. Abriendo la sombrilla se miraron fijamente, el clérigo le dice: ¿a dónde vas?. A lo cual el niño le responde: a donde tu vayas.
Desoncertado por el alma tan deliberada, se sonroja y le responde: supongo que así habla la gente de hoy, a lo cual sin dudarlo mucho cierra la disertación con: sí, así hablamos los seres de hoy.
Caminando entre las calles húmedas se ven dos siluetas que se difuminan a la distancia, muchas preguntas, muchas dudas y un sólo destino. No dicen siquiera una sola palabra en el recorrido, hasta que el corazón de Eduardo se llena de dudas propias del oficio y le pregunta sobre sus actividades, su vida, sus gustos, etc. En realidad ninguno de los dos está interesado en esa típica conversación, por lo cual cruzando plena séptima las pupilas de Gabriel se abren de una forma monumental y dice: quiero comer helado.
En este momento Eduardo no sabe muy bien qué hacer, en realidad ni siquiera sabe qué está pasando, a lo cual con un movimiento corto de cabeza responde que sí. Gabriel le sonríe y esos ojos color miel se llenan de un júblo similar al que les surge a los elegidos cuando Cristo en sueños les dice: dedica tu vida al servicio de dios. Esa vainilla sabe a resurrección, el chocolate se parece a la misericordia y aquella cucharita al pecado mortal.
Lo jala del saco negro que simula una sotana y le pregunta si quiere un poco, a lo cual el hombre de negro le responde que no le gusta el dulce. Lo vuelve a jalar y en su tímida formación no iban incluidos los no rotundos, de modo que acepta. La escena semejaba un cuervo y un picaflor bebiendo el néctar de la misma flor. Una de las asistentes a su misa de los domingos pasa por aquella ventana de la omisión y alza su mano para saludar, el párroco responde de nuevo con el rostro color escarlata y con miedo al "qué dirán"... Gabriel se ríe diciéndole: ¿tienes miedo verdad?.
-Los que creemos en dios no tenemos motivos para temer- responde.
De nuevo reina el silencio.