domingo, 25 de diciembre de 2016

Cartas a Fernando

Las ciudades en este continente están siempre cerca a un puerto, memoria del próspero mediterráneo, de la blanca arquitectura griega, de las expediciones titánicas de los persas y del imperio romano que tras años de desaparecer permitió que esta ciudad, en plena debacle económica pueda ser llamada aún eterna.

Y eso nos hace incomprensibles ante sus ojos que han adorado el mármol y las calles como si el mundo ocurriera aquí. No entienden la mirada perdida de un shangainés en el puerto de Ostia, ni la soledad de una iraquí que camina confundida por calles de piedra. Mucho menos van a saber por qué cuando llueve pienso con nostalgia en el centro de mi mundo.

 No sé si recuerdas a qué huele Bogotá cuando llueve. Es un aroma desagradable e intenso. Se levanta la tierra del pavimento y junto con el olor intenso vienen los recuerdos. Tenía siete años cuando tras un período de casi 20 días sin que cayera una gota de agua, el cielo se rompió e inundó el patio del Colegio Marceline. Éramos niños y en los años noventa aún creían que éramos ángeles.

Una mariposa revoloteaba por los casi 5 metros de altura del salón. Recorría sus paredes blancas, se chocaba con los baldosines anticuados, se posaba en uno que otro pupitre metálico y finalmente salió por las ventanas grandes que daban a una calle de árboles y casas de estilo alemán. Yo no podía gritar porque sentía que dejaría de ser hombre. Otros niños sí se permitían la libertad de la cobardía y el escándalo gracioso que caracteriza a nuestra gente.

Bajé la cabeza para evitar asustarme y sin querer mis ojos terminaron en los tobillos de Juan Sebastian. Sentí un cosquilleo en la pelvis y a medida que subía la mirada por sus muslos, no pude evitar sonreír. Tenía la mirada perdida, me miró, también sonrió y salió corriendo a jugar con otros niños.

Hasta hoy me preguntó si esa sonrisa fue para mí o para alguien más. De su rostro infantil no creo que quede mucho. Sus preciosos párpados debieron volverse violetas al son del éxtasis de la calle 85 y sus bonitas piernas, mi tesoro de la primaria, debieron disolverse en dosis de heroína. Cuando caminaba por la carrera séptima, en otras épocas la calle real, vi a un mendigo asqueroso pidiendo bravo y desesperado un par de monedas. Estuve a punto de esquivarlo, de no ser por esos ojos de lince, un poco acabados pero todavía ingenuos. Supe que era él. Emprendió la huida y no me dejó decirle que gracias a sus piernas, comprendí que uno se puede escapar del mundo en un minuto.



  

No hay comentarios: