domingo, 18 de febrero de 2018

Gafas para Hacer El Amor


A ti, a quien conocí muy tarde. 




Eran las 6:30 A.M y Santiago peleaba con su desayuno mentalmente. Agradecía a la vida y a ese Dios que no lo escuchaba, por seguir otro día vivo. Pero era inevitable luchar contra el jugo de naranja y el pan, pues si no tenía suficiente cuidado podría volver a sucederle. Tomó un poco de mantequilla e introdujo la rebanada. Masticaba como cuando a una máquina le hace falta mantenimiento. Todo iba bien, hasta que lo sintió. Comenzó a toser y se ahogaba. Más que miedo, esta vez tenía rabia. Su mamá corrió hacia la sala y ya conocedora del procedimiento, lo sacudió y logró hacerlo escupir.

Tomó un taxi como de costumbre, con el bastón y las gafas negras. Era su conductor favorito con quien hablaban de la vida y de Dios. Un par de chistes libres de sarcasmo y un montón de halagos mutuos. Ambos estaban dónde debían estar y con quién querían. O eso pensaba él.

Llegó a una clínica de cristales azules. Saludó al portero modulando con alguna dificultad sus palabras. Subió al 5to piso y llegó a la sala de quimioterapia. Más de lo mismo, una inyección con un líquido corrosivo que le quemaba hasta el alma. Pensó en las semanas que vendrían y las variaciones emocionales que esto le traería.

Salió debilitado y con un poco de sorpresa y fastidio, se dio cuenta que don Gerardo, el taxista, no estaba afuera, listo para recogerlo. Entonces recordó que mientras sonaba esa canción espantosa que los conductores suelen poner para aminorar la miseria de sus vidas, le recomendó que lo llamara media hora antes de terminada la terapia. Y no lo hizo.

Volteó su rostro con dificultad y vio uno de los cafés más tranquilos y amplios de la ciudad en el barrio Los Nogales. Caminó unos metros, corriendo el riesgo de desparramarse en cualquier segundo y preocupar a su familia. Amó la brisa sobre su cabello, la autonomía de recorrer un andén sin importar que fuera con un bastón, el sol delicado de la tarde bogotana reflejándose en su rostro, cinco acentos del castellano distintos en la esquina donde vendían empanadas y el sonido de las hojas crujían sobre sus zapatos.

Pidió un café oscuro y se sentó a mirar a los transeúntes a través de sus gafas negras estilo rococó. Las tablas, las mesas y la alegría de los que bebían, le hacían olvidar todo. Volteó su mirada y un sujeto a unos centímetros, le miraba entre pasmado y molesto. No supo qué decirle. Pero el hombre con ojos de faisán se le adelantó.

-Si querías sentarte, pudiste haberme preguntado- dijo el faisán.

-Lo, lo… Siento. Vi la mesa desocupada. Tú no te sentaste primero- respondió Santiago.

Pensó en contarle de su enfermedad. De la manera en que afecta el cerebro y cómo a veces se pierde el sentido de la ubicuidad. Se levantaría y tomaría un taxi, pero el ave de rapiña se le adelantó.

-¿Dónde compraste las gafas?- le preguntó.

-En Cherry Nights, a un… a unas cuadras de aquí- le respondió Santiago.

-Quisiera unas como las de Wong Kar Wai, redondas y oscuras. Como las de sus protagonistas en Chunking Express o como las de la aliada del asesino en Fallen Angels-.

Pensó en preguntarle quién era Kar Wai pero nuevamente se adelantó. Tenía un rostro fresco y se frotaba las manos con cierto nerviosismo y seguridad. Era una mezcla curiosa.

-¿Sabías que Moonlight inspiró las escenas de movimiento y los encuadres en espacios encerrados en Kar Wai?- Le volvió a decir.

A punta de preguntas tontas lo fue arrastrando por las calles de El Nogal. A pesar de los carros, se oían y se observaban los dos con claridad. Nunca lo dejó responder las preguntas personales. Era intuitivo y se respondía a sí mismo.

-Tu segundo nombre es el de tu papá ¿cierto? Lo sabía, quizás tengas mucho de él sin darte cuenta-.

Caminaba rápido y el muy desconsiderado lo dejó relegado media cuadra. Y a la distancia le dijo flojo, se devolvió y casi a rastras lo hizo subir la empinada calle que para alguien como él, ahora parecía el Tibet.

Llegaron a su apartamento. Y siguió hablando. A veces hacía silencio y luego volvía a hablar sin parar. Quizás llevaba días sin nadie que lo escuchara. Nunca miró la cicatriz en su cabeza, ni la asimetría de su rostro. Terminaron desnudos en la cama. No supo cómo pudo hacer el amor, sudar y repetir. Fingió que nada pasaba cuando perdía el equilibrio o le dolía la cabeza y eyaculó. Recordó una frase pero no quién la dijo y la pronunció mientras su amante dormía profundo: “Divina juventud, aun no te vayas”.

viernes, 9 de febrero de 2018

El Azulejo y la Estrella.

Érase una vez una estrella, que esbelta en medio de nubes de hidrógeno cayó por error a un planeta lejano. Percibió el agua que la rodeaba y tras unos minutos, sintió pena por no tener cerca el fulgor de mil galaxias. Emergió a la superficie del río, notó como un animal de largas orejas, defecaba a la orilla una materia oscura y maloliente. Qué feo era ese mundo, pensó, en el cielo la oscuridad es profunda y los gases estallan de colores hasta el infinito.

Pasaron las horas y vio cómo hojas deformes se deslizaban por el camino. En las riberas había vacas con rostros tristes que intuían una vida destinada a la muerte prematura. Algunos insectos nacían y otros eran devorados por el inclemente movimiento de las ondas de agua. Qué insignificante la vida, se decía mientras miraba con nostalgia el cielo del alba que comienza a ocultar los luceros. Y en ese devenir, titilan como el nerviosismo de llorar y la estrella no lo pudo evitar, derramó profundas lágrimas de helio.

De repente, una de sus compañeras iluminó el mundo: Era el sol. Los pájaros cantaban y las serpientes se preparaban para devorar a sus presas. Desesperada le pidió auxilio y ante su indiferencia trazó un signo de auxilio con piedras del color del cielo. Nadie respondió.

Recorrió cabizbaja un pueblo lleno de primates con alcaldes, policía y carnicerías desde donde colgaban seres que alguna vez habían amado. Jovencitos desesperados por salir de su pueblo infernal a metrópolis frías en las que no serían más que un grano de arena sobre el mar. En la plaza central vio grandes samanes y orquídeas que colgaban como si el mundo no existiera. Por un momento, sonrió.

Una gran pompa era liderada por el alcalde. Vestidos como cuervos, los pueblerinos cargaban el ataúd de un anciano lleno de várices y con las manos secas. Lloraban y lanzaban flores de colores. Qué espantosa sociedad, se dijo mientras reflexionaba pues sabía que la muerte de las estrellas siempre es maravillosa.

Volvió a su rincón del río y se sumergió. De madrugada, notó un pájaro del color del cielo extender sus alas y desplazarse hasta una vasija. Lo siguió desesperada hasta su destino. Le preguntó cómo volar, cómo volver a su hogar. Y mientras comía un plátano, hizo una mirada burlona y susurró: "Ingenua". Partió a volar lejos y desapareció.

Una anciana miraba sentada la escena y emitió una risa sarcástica. Se levantó, se metió a la casa que quedaba al lado del río y cerró las puertas.