viernes, 9 de febrero de 2018

El Azulejo y la Estrella.

Érase una vez una estrella, que esbelta en medio de nubes de hidrógeno cayó por error a un planeta lejano. Percibió el agua que la rodeaba y tras unos minutos, sintió pena por no tener cerca el fulgor de mil galaxias. Emergió a la superficie del río, notó como un animal de largas orejas, defecaba a la orilla una materia oscura y maloliente. Qué feo era ese mundo, pensó, en el cielo la oscuridad es profunda y los gases estallan de colores hasta el infinito.

Pasaron las horas y vio cómo hojas deformes se deslizaban por el camino. En las riberas había vacas con rostros tristes que intuían una vida destinada a la muerte prematura. Algunos insectos nacían y otros eran devorados por el inclemente movimiento de las ondas de agua. Qué insignificante la vida, se decía mientras miraba con nostalgia el cielo del alba que comienza a ocultar los luceros. Y en ese devenir, titilan como el nerviosismo de llorar y la estrella no lo pudo evitar, derramó profundas lágrimas de helio.

De repente, una de sus compañeras iluminó el mundo: Era el sol. Los pájaros cantaban y las serpientes se preparaban para devorar a sus presas. Desesperada le pidió auxilio y ante su indiferencia trazó un signo de auxilio con piedras del color del cielo. Nadie respondió.

Recorrió cabizbaja un pueblo lleno de primates con alcaldes, policía y carnicerías desde donde colgaban seres que alguna vez habían amado. Jovencitos desesperados por salir de su pueblo infernal a metrópolis frías en las que no serían más que un grano de arena sobre el mar. En la plaza central vio grandes samanes y orquídeas que colgaban como si el mundo no existiera. Por un momento, sonrió.

Una gran pompa era liderada por el alcalde. Vestidos como cuervos, los pueblerinos cargaban el ataúd de un anciano lleno de várices y con las manos secas. Lloraban y lanzaban flores de colores. Qué espantosa sociedad, se dijo mientras reflexionaba pues sabía que la muerte de las estrellas siempre es maravillosa.

Volvió a su rincón del río y se sumergió. De madrugada, notó un pájaro del color del cielo extender sus alas y desplazarse hasta una vasija. Lo siguió desesperada hasta su destino. Le preguntó cómo volar, cómo volver a su hogar. Y mientras comía un plátano, hizo una mirada burlona y susurró: "Ingenua". Partió a volar lejos y desapareció.

Una anciana miraba sentada la escena y emitió una risa sarcástica. Se levantó, se metió a la casa que quedaba al lado del río y cerró las puertas.

   

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