Había llegado al aeropuerto de Múnich, con maletas inmensas y la certeza que todo saldría bien en este negocio. Finalmente, negociar con alemanes es más fácil que con colombianos. Las cosas se dicen de frente y él no tendría las típicas dudas que tenía con un connacional: "¿Me estará estafando? ¿Y si se vuela con el dinero? ¿Será narcotraficante?". Una mujer italiana sobre la fila, en un inglés medio roto, le decía que le parecía indignante que la fila fuera tan larga (eran veinte personas). Reprochaba que siendo germánicos tomaran tanto tiempo para adelantar un trámite. Si ella supiera.
Le llegó su turno. Los colombianos siempre tienen miedo ante los oficiales de inmigración. Los viejos recuerdos de los años noventa en los que a los connacionales los desnudaban y les metían los dedos en el ano, buscando un gramo de cocaína, hacen parte del imaginario colectivo. No es como cuando un estadounidense atraviesa una frontera, que al mostrar su pasaporte, bien se le arrodillarían todos los miembros de la OTAN. Sacó su pasaporte color caramelo y lo puso sobre la pizarra. Y notó que en su canguro, tenía otro pasaporte: El de su hija. De hecho, cayó en cuenta que tenía una hija y que por encima de ser negociante, era papá. Fue algo que le llegó súbitamente. Tenía 25 años, estudiaba economía en los Andes y en una noche de tragos, tras salir de Goce Pagano, una jovencita de caderas estrechas con la que había bailado le dijo "¿vamos a dormir?". Nueve meses después se levantaron y las caderas estrechas dejaron de serlo para darle paso a una señorita llamada Estrella. Una señorita que también decía "vamos a dormir" y que le generaba cierta sensación de culpa a su papá. Él venía de una familia católica del sur del país, de ésas que contratan al cura del pueblo y se paran cuando pasa a saludarlos. Él quería casarse con una mujer un tanto tímida, un tanto lela, un tanto tonta. Ese "vamos a dormir" de su hija, le recordaba que la había concebido en el sótano de su casa, con 3 jäggermeister en la cabeza y Soda Stereo de fondo. Después vino el divorcio y luego la custodia. Él sólo podía tener a la señorita en vacaciones. Su esposa alegaba que su marido nunca estaba en casa. Y al principio fue cierto. A él le asfixiaba su nueva vida y en un intento de no perder sus veintes se iba a jugar bolos a Compensar. Seguía coqueteando con amigas pero todas torcían los ojos cuando les decía que era casado y tenía una niña. Sabía que se veía como un estúpido, intentando disimular que el mundo le había cambiado pero a manera de confesión, con una Paulaner en la cabeza, le decía a Eduardo, su amigo de infancia, que no quería sentir que su vida era solamente su esposa con ojeras, los pañales de estrella y el escritorio de la calle 85.
Volvió a mirar el pasaporte sorprendido. Y sin entender completamente en qué momento había sucedido, cayó en cuenta que había olvidado a su hija. Por motivos de redes sociales y economía, había elegido un vuelo Bogotá, Miami, Londres, Múnich. En 36 horas de viaje, podría tomarse fotos en ciudades emblemáticas para subirlas a Instagram y además se ahorraría 1200 dólares, que le cobraban por el vuelo directo. Es ahí cuando su mente comenzó a atar cabos -¿en dónde la pude haber dejado-se repetía. Sombrero color violeta, pensó, perfume de manzana, recordó, 9 años, caviló -¿pego un aviso? ¿Llamo a la policía?-. El agente, con su pesado acento bávaro y la impaciencia alemana, le siguió haciendo preguntas, ahora gritando. Inconsciente del proceso de asimilación que implica perder un hijo, estiró el dedo y puso un sello sobre el pasaporte: "rechazado". El héroe de este cuento intentó explicarle de mil formas pero el oficial simplemente sonrió y le dijo "diríjase a la oficina de asuntos especiales".
En Miami, comieron una pizza que les vendieron unos cubanos. Esperaron varias horas. Ella estaba molesta porque no le había comprado el unicornio que habían visto en una de las vitrinas. Putos unicornios, siempre son de mala suerte. No recordaba bien si había abordado con la niña. Sin embargo, se le vino a la mente cuando la pequeñita en el avión de British Airways se quedó dormida y le regó la gaseosa en las piernas. Se fue furioso, molesto. En el baño, mientras se limpiaba, pensaba en el empresario israelí con el que se encontraría en Berlín. Era un cabrón. De ésos que cuando ve a alguien con una mancha en el pantalón, no evita hacer un chiste de mal gusto. Un mancho de antaño que no llora y toma viagra, sólo para decirle a sus amigos del sauna, que sí, que él toma mucho viagra. Precisamente, en Londres, Estrella caminaba de su mano cuando él le preguntaba al hotel en Berlín si podría enviar su pantalón a la lavandería y recuperarlo en menos de 10 horas. -Debió ser en Londres- se dijo. -Puta Londres- enfatizó. En su camino sinuoso hacia una respuesta, le esperaba una fila inmensa en la Oficina de Asuntos Especiales y unos cuantos formatos por llenar. Eso pensaba él. Si supiera.