martes, 15 de septiembre de 2020

 Gracias Alemania. A pesar de todo. Gracias.

Por no pedirme cartas de recomendación para admitirme a una universidad y por valorar más mis capacidades y experiencia. Por ser justa y concreta en lo que me exigías frente a los procesos de migración. Por darme un dormitorio, que pagan los propios residentes con su trabajo duro e impuestos. Por permitirme trabajar en una de tus compañías más grandes. Gracias, gracias, mil gracias.

domingo, 13 de septiembre de 2020

Mariposa del Sur

Al tío Alfredo, cuya calidez siempre llenó el corazón de quiénes quiso.

Pobre alacrán, llevaba días sin comer ¿quién no estaría así con hambre? Después de trayectos torrenciales por el sinuoso río Patía, de viajar a lomo de águilas coronadas y recorrer profundos abismos de montañas rotundamente verdes, en las que el eco de los indígenas a menudo se disolvía en rebeliones contra el imperio de los poderosos Incas, luego contra los españoles y finalmente contra Bolívar. Estaba exhausto, con su genio ponzoñoso bulléndole en las tenazas pues había fracasado varias veces en cazar arañas.

Cayó de una roca, directo a la camioneta de un hombre inmenso y robusto. Hablaba en voz alta y llamaba a los suyos en diminutivo: Danielita, Mairita, Davidsito. Atravesaba esa región en una inmensa camioneta antigua que en otra época transportaba pesados costales de maíz. Se adentraba a un pueblo en medio de la nada, en una frontera en la que los Andes se vuelven precipicios y los nombres de la geografía rebeldemente se rehusan al castellano, cargando como emblema sonoras palabras de los Pastos. 

Una mujersita, con los ojos rasgados, un habla entrecortada y carnes abundantes, miró al alacrán fijamente. Iba a acercar sus dedos y el pequeño soldado afilaba su aguijón. Un enérgico "llegamos" evitó la tragedia. El hombre, ya un veterano de la vida, se bajó con su macizo cuerpo y detrás de sí como lunillas de Saturno, se desplazaron sus nietos y uno de sus hijos. Era un patriarca en el pequeño reino de su vida personal. 

Su esposa, de ojos rasgados, le tenía tortillas con ají de maní. Y sus nietos aprovechaban el tiempo para burlarse de la recepcionista. Ponía sobre una olla inmensa el emblemático y reconocido sancocho de gallina. El olor le hizo agua las tripas al alacrán. Se acercó con cautela, esquivando perros, dando tumbos entre pies de niños. Repentinamente, cuando iba a llegar, unas manos inmensas cogieron la olla y la sentaron a una distancia brutal.

Los días pasaron y en un rincón del cálido Pilcuán, comió algunas arañas, manjar de la montaña. Los humanos se ocultaron: El mundo hizo silencio. Los niños dejaron de correr y la voz estruendosa de su amigo primitivo dejó de oírse.

Llegó una de tantas noches que el alacrán debía vivir y con ella un insecto, de brillante movimiento y alas luminosas. Se aproximó con lentitud, lo contempló, a pesar de su frialdad, reconocía la belleza. Y al poner su aguijón en el centro de su cuerpo, el lepidóptero se elevó hacia las nubes con sus graneros, sus carnavales de blancos y negros, sus árboles de limón, sus sancochos de gallina, sus autos inmensos, sus nietos igualmente inmensos. Se fue, con la memoria de lo que es ser un hombre de pequeña ciudad.


jueves, 3 de septiembre de 2020

Tiempos de un Virus (I)

Había llegado al aeropuerto de Múnich, con maletas inmensas y la certeza que todo saldría bien en este negocio. Finalmente, negociar con alemanes es más fácil que con colombianos. Las cosas se dicen de frente y él no tendría las típicas dudas que tenía con un connacional: "¿Me estará estafando? ¿Y si se vuela con el dinero? ¿Será narcotraficante?". Una mujer italiana sobre la fila, en un inglés medio roto, le decía que le parecía indignante que la fila fuera tan larga (eran veinte personas). Reprochaba que siendo germánicos tomaran tanto tiempo para adelantar un trámite. Si ella supiera.

Le llegó su turno. Los colombianos siempre tienen miedo ante los oficiales de inmigración. Los viejos recuerdos de los años noventa en los que a los connacionales los desnudaban y les metían los dedos en el ano, buscando un gramo de cocaína, hacen parte del imaginario colectivo. No es como cuando un estadounidense atraviesa una frontera, que al mostrar su pasaporte, bien se le arrodillarían todos los miembros de la OTAN. Sacó su pasaporte color caramelo y lo puso sobre la pizarra. Y notó que en su canguro, tenía otro pasaporte: El de su hija. De hecho, cayó en cuenta que tenía una hija y que por encima de ser negociante, era papá. Fue algo que le llegó súbitamente. Tenía 25 años, estudiaba economía en los Andes y en una noche de tragos, tras salir de Goce Pagano, una jovencita de caderas estrechas con la que había bailado le dijo "¿vamos a dormir?". Nueve meses después se levantaron y las caderas estrechas dejaron de serlo para darle paso a una señorita llamada Estrella. Una señorita que también decía "vamos a dormir" y que le generaba cierta sensación de culpa a su papá. Él venía de una familia católica del sur del país, de ésas que contratan al cura del pueblo y se paran cuando pasa a saludarlos. Él quería casarse con una mujer un tanto tímida, un tanto lela, un tanto tonta. Ese "vamos a dormir" de su hija, le recordaba que la había concebido en el sótano de su casa, con 3 jäggermeister en la cabeza y Soda Stereo de fondo. Después vino el divorcio y luego la custodia. Él sólo podía tener a la señorita en vacaciones. Su esposa alegaba que su marido nunca estaba en casa. Y al principio fue cierto. A él le asfixiaba su nueva vida y en un intento de no perder sus veintes se iba a jugar bolos a Compensar. Seguía coqueteando con amigas pero todas torcían los ojos cuando les decía que era casado y tenía una niña. Sabía que se veía como un estúpido, intentando disimular que el mundo le había cambiado pero a manera de confesión, con una Paulaner en la cabeza, le decía a Eduardo, su amigo de infancia, que no quería sentir que su vida era solamente su esposa con ojeras, los pañales de estrella y el escritorio de la calle 85.

Volvió a mirar el pasaporte sorprendido. Y sin entender completamente en qué momento había sucedido, cayó en cuenta que había olvidado a su hija. Por motivos de redes sociales y economía, había elegido un vuelo Bogotá, Miami, Londres, Múnich. En 36 horas de viaje, podría tomarse fotos en ciudades emblemáticas para subirlas a Instagram y además se ahorraría 1200 dólares, que le cobraban por el vuelo directo. Es ahí cuando su mente comenzó a atar cabos -¿en dónde la pude haber dejado-se repetía. Sombrero color violeta, pensó, perfume de manzana, recordó, 9 años, caviló -¿pego un aviso? ¿Llamo a la policía?-. El agente, con su pesado acento bávaro y la impaciencia alemana, le siguió haciendo preguntas, ahora gritando. Inconsciente del proceso de asimilación que implica perder un hijo, estiró el dedo y puso un sello sobre el pasaporte: "rechazado". El héroe de este cuento intentó explicarle de mil formas pero el oficial simplemente sonrió y le dijo "diríjase a la oficina de asuntos especiales". 

En Miami, comieron una pizza que les vendieron unos cubanos. Esperaron varias horas. Ella estaba molesta porque no le había comprado el unicornio que habían visto en una de las vitrinas. Putos unicornios, siempre son de mala suerte. No recordaba bien si había abordado con la niña. Sin embargo, se le vino a la mente cuando la pequeñita en el avión de British Airways se quedó dormida y le regó la gaseosa en las piernas. Se fue furioso, molesto. En el baño, mientras se limpiaba, pensaba en el empresario israelí con el que se encontraría en Berlín. Era un cabrón. De ésos que cuando ve a alguien con una mancha en el pantalón, no evita hacer un chiste de mal gusto. Un mancho de antaño que no llora y toma viagra, sólo para decirle a sus amigos del sauna, que sí, que él toma mucho viagra. Precisamente, en Londres, Estrella caminaba de su mano cuando él le preguntaba al hotel en Berlín si podría enviar su pantalón a la lavandería y recuperarlo en menos de 10 horas. -Debió ser en Londres- se dijo. -Puta Londres- enfatizó. En su camino sinuoso hacia una respuesta, le esperaba una fila inmensa en la Oficina de Asuntos Especiales y unos cuantos formatos por llenar. Eso pensaba él. Si supiera.