domingo, 13 de septiembre de 2020

Mariposa del Sur

Al tío Alfredo, cuya calidez siempre llenó el corazón de quiénes quiso.

Pobre alacrán, llevaba días sin comer ¿quién no estaría así con hambre? Después de trayectos torrenciales por el sinuoso río Patía, de viajar a lomo de águilas coronadas y recorrer profundos abismos de montañas rotundamente verdes, en las que el eco de los indígenas a menudo se disolvía en rebeliones contra el imperio de los poderosos Incas, luego contra los españoles y finalmente contra Bolívar. Estaba exhausto, con su genio ponzoñoso bulléndole en las tenazas pues había fracasado varias veces en cazar arañas.

Cayó de una roca, directo a la camioneta de un hombre inmenso y robusto. Hablaba en voz alta y llamaba a los suyos en diminutivo: Danielita, Mairita, Davidsito. Atravesaba esa región en una inmensa camioneta antigua que en otra época transportaba pesados costales de maíz. Se adentraba a un pueblo en medio de la nada, en una frontera en la que los Andes se vuelven precipicios y los nombres de la geografía rebeldemente se rehusan al castellano, cargando como emblema sonoras palabras de los Pastos. 

Una mujersita, con los ojos rasgados, un habla entrecortada y carnes abundantes, miró al alacrán fijamente. Iba a acercar sus dedos y el pequeño soldado afilaba su aguijón. Un enérgico "llegamos" evitó la tragedia. El hombre, ya un veterano de la vida, se bajó con su macizo cuerpo y detrás de sí como lunillas de Saturno, se desplazaron sus nietos y uno de sus hijos. Era un patriarca en el pequeño reino de su vida personal. 

Su esposa, de ojos rasgados, le tenía tortillas con ají de maní. Y sus nietos aprovechaban el tiempo para burlarse de la recepcionista. Ponía sobre una olla inmensa el emblemático y reconocido sancocho de gallina. El olor le hizo agua las tripas al alacrán. Se acercó con cautela, esquivando perros, dando tumbos entre pies de niños. Repentinamente, cuando iba a llegar, unas manos inmensas cogieron la olla y la sentaron a una distancia brutal.

Los días pasaron y en un rincón del cálido Pilcuán, comió algunas arañas, manjar de la montaña. Los humanos se ocultaron: El mundo hizo silencio. Los niños dejaron de correr y la voz estruendosa de su amigo primitivo dejó de oírse.

Llegó una de tantas noches que el alacrán debía vivir y con ella un insecto, de brillante movimiento y alas luminosas. Se aproximó con lentitud, lo contempló, a pesar de su frialdad, reconocía la belleza. Y al poner su aguijón en el centro de su cuerpo, el lepidóptero se elevó hacia las nubes con sus graneros, sus carnavales de blancos y negros, sus árboles de limón, sus sancochos de gallina, sus autos inmensos, sus nietos igualmente inmensos. Se fue, con la memoria de lo que es ser un hombre de pequeña ciudad.


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