Más allá del cliché, los humanos establecemos relaciones con el territorio. Pueden ser de odio, amor, rechazo, indiferencia. Tardé más de 20 años en entender a Bogotá; sus colinas, su realidad intramural, la vida íntima a manera de secreto, la homosexualidad dulce y castrada, la feminidad recargada y oprimida. Todo eso, me tardé en comprenderlo.
Más que calles, son capítulos de una biografía. La historia de este hombrecito de pelo negro, ojos marrón y escasos 1.63m. Chapinero, dónde nací; Nicolás de Federmán, dónde crecí; la biblioteca Virgilio Barco, dónde pasé la soledad de la adolescencia; el teatro Libertador, dónde veíamos cine con mis hermanos; el Park Way, dónde estudié un tercio de mi vida; el centro, dónde me hice ingeniero; ay el occidente, dónde trabajé con el Estado.
De niño pensaba que Bogotá era una ciudad fea, caótica, peligrosa y contaminada. A fuerza de buses contaminantes, habitantes de calle llenos de infecciones cutáneas y calles grises la percibí angustiante. Y de hecho lo es. Pero también es una ciudad que se permite dulzura, secreto y sorpresa. Se permite a su manera, ser real e incluir a una sociedad que es exhuberante, tímida y sorprendente.
Y Múnich. Ay Múnich. Llegué a Alemania con dos maletones, lleno de miedo. La primera casa que habité fue con una mujer que tenía la infancia herida y a sus cincuenta, tenía el baño lleno de juguetes (no sexuales). Las paredes estaban llenas de impresiones de escenas de películas y el cuarto dónde yo vivía tenía fotos de hombres del oriente medio. Nunca la entendí. Llegaba furiosa en las noches y con sus microviolencias, me hizo sentirme agotado las primeras semanas. Sentí que de fondo había racismo y una amargura profunda. Por más francos que sean los alemanes, sus conductas eran extrañas y excesivas.
Con eso como abrebocas, lo que siguió no fue mejor. Viví en un apartamento sin registrarme oficialmente en el que mis vecinos musulmanes me enviaban notas y golpeaban la pared violentamente a las 4 am. Me trasteé a un sótano dónde sólo toleré un mes. Tomé las materias más complicadas de mis enfoques de maestría. La tormenta Sabine interrumpió mis exámenes. Perdí mi empleo, que consistía en analizar las condiciones de los bosques, debido a que por exigencia de una organización de conservación, el partido Verde canceló la tala controlada. Un mes después comenzó una pandemia. La oficina de extranjería casi me deja sin estatus migratorio. Y así Alemania me dio la bienvenida.
Pasaron unos meses y tras mucho aplicar a empleos, envié una última hoja de vida. Comenzaban los exámenes y no tendría tiempo de seguir aplicando. Me entrevistaron el mismo día que tuve el examen de deslizamientos y derrumbes, y unas semanas después, me contrataron. Lo sorprendente es que fue la última aplicación y además, justo por esas semanas se reabría el espacio aéreo. Tenía decidido volver si no había motivos para quedarme. Me quedé.
Los meses han pasado, con cosas buenas y malas. Pero más buenas: Mi maestría, mi trabajo y mi tesis. Ayer, mientras tomaba cerveza para celebrar el cumpleaños de Majo, pensaba en lo que lindo que era estar con estudiantes de todo el mundo, sin miedo a que nos robaran o mataran, disfrutando.
Con dos Raedler en la cabeza, me fui a la casa en bicicleta. Mi GPS vagabundo me envió a una esquina con una de las iglesias más hermosas de la ciudad. Me perdí y avancé por los lugares dónde viví tantas cosas. Y sentí algo, similar al enamoramiento. Después de odiar a Múnich, comencé a quererla. Y es un afecto sincero, como cuando uno quiere a alguien con sus defectos.
¿Por qué siempre debo odiar a las ciudades para luego quererlas? ¿Es una regla general?