domingo, 30 de mayo de 2021

Amar una Ciudad

Más allá del cliché, los humanos establecemos relaciones con el territorio. Pueden ser de odio, amor, rechazo, indiferencia. Tardé más de 20 años en entender a Bogotá; sus colinas, su realidad intramural, la vida íntima a manera de secreto, la homosexualidad dulce y castrada, la feminidad recargada y oprimida. Todo eso, me tardé en comprenderlo.

Más que calles, son capítulos de una biografía. La historia de este hombrecito de pelo negro, ojos marrón y escasos 1.63m. Chapinero, dónde nací; Nicolás de Federmán, dónde crecí; la biblioteca Virgilio Barco, dónde pasé la soledad de la adolescencia; el teatro Libertador, dónde veíamos cine con mis hermanos; el Park Way, dónde estudié un tercio de mi vida; el centro, dónde me hice ingeniero; ay el occidente, dónde trabajé con el Estado.

De niño pensaba que Bogotá era una ciudad fea, caótica, peligrosa y contaminada. A fuerza de buses contaminantes, habitantes de calle llenos de infecciones cutáneas y calles grises la percibí angustiante.  Y de hecho lo es. Pero también es una ciudad que se permite dulzura, secreto y sorpresa. Se permite a su manera, ser real e incluir a una sociedad que es exhuberante, tímida y sorprendente.

Y Múnich. Ay Múnich. Llegué a Alemania con dos maletones, lleno de miedo. La primera casa que habité fue con una mujer que tenía la infancia herida y a sus cincuenta, tenía el baño lleno de juguetes (no sexuales). Las paredes estaban llenas de impresiones de escenas de películas y el cuarto dónde yo vivía tenía fotos de hombres del oriente medio. Nunca la entendí. Llegaba furiosa en las noches y con sus microviolencias, me hizo sentirme agotado las primeras semanas.  Sentí que de fondo había racismo y una amargura profunda. Por más francos que sean los alemanes, sus conductas eran extrañas y excesivas.

Con eso como abrebocas, lo que siguió no fue mejor. Viví en un apartamento sin registrarme oficialmente en el que mis vecinos musulmanes me enviaban notas y golpeaban la pared violentamente a las 4 am. Me trasteé a un sótano dónde sólo toleré un mes. Tomé las materias más complicadas de mis enfoques de maestría. La tormenta Sabine interrumpió mis exámenes. Perdí mi empleo, que consistía en analizar las condiciones de los bosques, debido a que por exigencia de una organización de conservación, el partido Verde canceló la tala controlada. Un mes después comenzó una pandemia. La oficina de extranjería casi me deja sin estatus migratorio. Y así Alemania me dio la bienvenida.

Pasaron unos meses y tras mucho aplicar a empleos, envié una última hoja de vida. Comenzaban los exámenes y no tendría tiempo de seguir aplicando. Me entrevistaron el mismo día que tuve el examen de deslizamientos y derrumbes, y unas semanas después, me contrataron. Lo sorprendente es que fue la última aplicación y además, justo por esas semanas se reabría el espacio aéreo. Tenía decidido volver si no había motivos para quedarme. Me quedé.

Los meses han pasado, con cosas buenas y malas. Pero más buenas: Mi maestría, mi trabajo y mi tesis. Ayer, mientras tomaba cerveza para celebrar el cumpleaños de Majo, pensaba en lo que lindo que era estar con estudiantes de todo el mundo, sin miedo a que nos robaran o mataran, disfrutando. 

Con dos Raedler en la cabeza, me fui a la casa en bicicleta. Mi GPS vagabundo me envió a una esquina con una de las iglesias más hermosas de la ciudad. Me perdí y avancé por los lugares dónde viví tantas cosas. Y sentí algo, similar al enamoramiento. Después de odiar a Múnich, comencé a quererla. Y es un afecto sincero, como cuando uno quiere a alguien con sus defectos.

¿Por qué siempre debo odiar a las ciudades para luego quererlas? ¿Es una regla general?



 

sábado, 15 de mayo de 2021

El Fabricante de Llaves

    A Violeta, próximamente mi sobrina.


    Viejo oficio conocían las manos que con callos, a manera ceremonial, buscaban toscas herramientas para desencajar la puerta de esa joven pareja de amantes que en un juego del destino, habían quedado atrapados afuera. Sí, afuera y sin ropa. Sólo quedaban unos minutos para que el marido llegara y a suerte de un revólver acabara veinte años de amor, compromiso y unas cuantas infidelidades.

    Virgilio, le pusieron sus papás en honor al escritor, después de traerlo al mundo tras los estragos de la primera guerra mundial. El oficio heredado de generación, en generación, había pasado por los que hacían las chapas de los Borgia. Y a manera de marca familiar, decoraban su cabeza con un sombrero rojo.

    Hacía calor en esa tarde romana, llena de turistas tomándose fotografías en la Fontana di Trevi, mientras una familia de suramericanos comía gelato, eufemismo para llamar al helado que no está diluido en elixires baratos.

    Y su vida, ay su vida... Había sido una sucesión de puertas que se abrían y se cerraban. La puerta del instituto católico, se le cerró en la cara al cachetear a un catequista que le dijo a punta de gritos que la masturbación no era cosa de caballeros. Y aclaro que la cachetada sólo era metáfora. Porque lo que hizo fue simplemente abrir su cuaderno de ciencias en la última página, con senos turgentes que produjeron vergüenza (y una leve erección) en su profesor.

    Sí, sí, luego lo de siempre. Lo de todas las historias de viejos europeos. La segunda guerra mundial y toda la mierda que les tocó comer a las clases medias por cuenta de una manada de autócratas inseguros, ávidos de tragarse el continente.

    Así llegó a Roma, con el orgullo de haber estado sobre el Adriático representando a los suyos. Lo cierto es que sí voló de un lado a otro pero no como piloto sino ajustando motores. Comiendo heladitos. Qué digo, gelato.

    Entre callejones y la vida de italiano proviniciano y pobre, se llenó de valor para mentir e inventarle una fantasía a una de las vendedoras de naranjas españolas. Mentirosilla. Decía que venían desde la finca de una de las expropiedades de los Habsburgo y así cobraba el doble. A él no le importó gastarse el dinero de la comida de tres días, sólo con el fin de poder hablar con esa muchachita con ojos de venado. La engatusó con sus mentiras, haciéndole creer que era un gran piloto y así, abrió esa puerta. Las pupilas se contrajeron y como se derrite el helado sobre el cono, ecco, se derritieron juntos sobre el cono del amor.

    -Pásame una más grande- le dijo a su ayudante. Comenzó a forzar la puerta, casi rompiéndola, mientras la pareja adúltera se abrazaba como si fuera el fin del mundo. La mujer casi gritando, le pidió que la abriera rápido, sin dejar rastro.

Virgilio, que no podía callarse lo que pensaba le dijo:

-Señorita ¿cuando a usted la abren a la fuerza, al siguiente día se ve intacta?- Deslizó los ojos hacia abajo.

-No- respondió ofendida y maltratada. El muchacho que tiritaba a su lado, a duras penas pudo reírse antes de que ella lo fulminara con la mirada.

-¿Por qué entonces iba a ser distinto con una puerta?- replicó.

    Un anciano se había quedado mirando toda la escena desde un rincón y tras la réplica del experto en llaves, susurró "formidable".

    La puerta principal se abrió. El esposo atravesó el corredor con parsimonia. Insertó la llave. Les permitió vestirse y de la manera más prudente, le pidió a su competencia que se retirara.

    Virgilio intentó explicarle que su tiempo valía. Que no era lo mismo no hacer nada que desplazarse hasta un lugar. Cuando le dijo la cifra, veinte euros, ¡catapum! se cerró una puerta. Ahora su camisa estaba del mismo color que su gorra. 

    Consciente de su error, el marido fue a buscar agua. Pero en tiempos de Berlusconi, no sólo no había agua sino que tampoco había refrescos. Quedaba un poco de prosecco, le untaron la boca y los tres: El esposo, el amante y la esposa, lo dejaron morir acompañado y tranquilo. En el bolsillo de su camisa, yacía intacta una violeta, la llave para entrar al cielo, según los cerrajeros de Roma.

 

miércoles, 5 de mayo de 2021

Las Maneras de Decir Adiós

Hoy escribo sin la prima de la n porque el teclado no me lo permite. Es un hecho: El mundo está cambiando. Se habla mucho de los cambios a nivel global: Que la economía, que los empleos, que el nivel de deuda pública. Sin Embargo, los cambios más importantes son los personales. Por lo menos, so pena de parecer narcisista, los cambios más importantes son los de mi mundo.

Quang, el pasante, terminó su período en la empresa, ahora busca empleo, sin muchos resultados. No para de estudiar. A veces duerme en la Universidad. Me siento especialmente mal por él. Vi cómo le exigieron a más no poder, lo trataron de mil maneras y cuando se graduó, sencillamente no había nada para él. Es eso lo que detesto de la vida laboral. Usan a las personas, las sujetan y después las botan.

Santiago era uno de los estudiantes de hidrogeología. Siempre lo veía en el laboratorio. A menudo hablábamos. Estos días lo dejé de ver. Creo que se graduó. Quién sabe dónde esté. Los laboratorios son raros en medio de la soledad de la pandemia y sí, son raros sin Santiago.

Alice, una de mis colegas, también se va. Aplicó a otro empleo, en el campo de la sostenibilidad. Espero le vaya bien. Sin Embargo, hará falta. En un grupo con tanto estrés y competitividad, era bueno contar con alguien más enfocado en su trabajo. En la última conversación que tuvimos, me conmovió algo que me dijo. Me comentó que se sentía más fuerte después de todo lo que pasa un estudiante extranjero en Alemania, con pandemia a bordo. 

Me pregunto dónde teminaré, a dónde llegaré después de este camino. Siento que la gente se está yendo y la verdad, es que no sé a dónde termine saltando yo. Ojalá todo termine bien.

Mi música del día: Daughter-Youth