Imagen tomada de: http://corbatasoriginales.webs.com/nudos.htm
“No se nace mujer, se
llega a serlo”
Florence Thomas
Desde los 12 años renuncié a ser
el hombre que mi sociedad esperaba que fuera. Había descubierto que el mundo
femenino tenía bastante por enseñar y disfrutar. Esto era una traición a mi
clan. Nací en Colombia y me crié como colombiano. En algunos segmentos de la
sociedad, la diferencia entre los hombres y las mujeres resulta ser tan clara
que cualquier intento por cruzar la línea, implica un castigo social.
Las comunidades a menudo tienen
tiempos y rituales para consagrar y resaltar el género de un individuo. Algunas
culturas encierran a la mujer durante días una vez arriba la menarquia. Otros
grupos humanos, despojan a los hombres de su prepucio; lo consideran un rastro
de feminidad, en algunos casos motivo de burla.
Cuando tenía 16 años me citaron a
mí y a mis compañeros de clase a una junta militar. Si hay algún lugar donde
puede refugiarse la masculinidad y expresarse libremente, al punto de alcanzar
sus límites, es el ejército; corrijo, los ejércitos. La cita era en el Coliseo El
Salitre, debíamos ir con vestidos de paño. Algo dentro de mí se rehusaba a
encarnar con orgullo los ángulos cuadrados de ese empaque sedoso en el que me
encontraba encarcelado. Nos vistieron para desnudarnos. Aproximadamente 30
estudiantes esperábamos absortos en la pared. Una mujer que parecía odiar su
profesión palpaba nuestros testículos. Llegó mi turno y me sentí humillado.
En la junta militar los soldados
gritaban, llamaban por apellido y hacían sarcasmos sobre el estrato social al que
pertenecíamos los asistentes; decían que por nuestros vestidos debíamos ser muy
educados. El trámite para mi libreta militar duró 4 años. Siempre que llegaba a
las juntas de reclusos, los hombres calvos me recordaban lo duros, ásperos y
crueles que podían ser. Se ufanaban de tener poder, poquito, al fin y al cabo
poder.
Debido a que en el trabajo los
hombres son hombres y las mujeres son mujeres, he tenido que desplazarme de mi
mundo andrógino al mundo simbólico. Tengo aspecto masculino y debo comportarme
como tal, aceptar los ritos, los lugares y los elementos masculinos. Debo usar
vestidos, perfumes con aromas árticos y lenguajes marciales. Después de todo,
soy un hombre.
El rito final de iniciación en
occidente ocurre en el cuello. Una larga tela se desplaza desde el origen de
las palabras y reposa con confianza sobre el torso; la denominamos corbata. Es
variada en colores pero rígida en forma. Su geometría combina dos elementos una
soga y un pene. Algún simbolista quizás afirmaría que somos esclavos de
nuestros genitales.
Resignado, me dirigí a una tienda a aceptar lo
que la sociedad y su pasado tenían para mí. Un hombre se empeñó en tomar las
medidas de mi cuerpo y yo acepté. Incómodo, aprendí con Marco a hacer el nudo
de una corbata y finalicé mi ciclo de iniciación. Finalmente, el hombre de los
vestidos me dijo que las corbatas eran delicadas, algo insólito en el mundo de
los hombres. Me recomendó manipularla
con cuidado puesto que tenía alma. Si el alma de la corbata se llegase a
rasgar, ésta se volvería deforme. Aprendí algo muy importante del arquetipo
masculino; puede ser estricto, difícil, áspero e insensible pero tiene un alma
extremadamente frágil. En medio de las apariencias, de la cárcel que significa
ser un “macho” colombiano, comprendí que somos delicados… Que nos deben
desenrollar con cuidado.