Caminaba desde un pub irlandés hacia la plaza de Lourdes, donde una iglesia se erige, en uno de los entornos más LGBT del país. Me encontré con un chico, que a todas luces se definiría a sí mismo como alternativo. Cuando estuvimos desnudos, vi su cuerpo tatuado, un lobo, un tigre y una corona. Le pregunté por el último, que estaba dibujado sobre su abdomen. No supo qué responder, lo dudó, de manera que le ayudé "dime lo primero que se te venga a la mente" le dije. Él me respondió, con cierta dificultad, que era un tatuaje para aumentar su autoestima.
Y no son pocos los hombres, que como fieras inquietas, se desenvuelven en el hostil mundo gay y que tras la armadura revelan un suave molusco herido. Después de besarme con un chico en una fiesta, intenté ser su amigo, estaba solo en el mundo. Su madre lo dejaba solo porque había perdido su empleo. Estudiaba en una universidad pública y no le habían aprobado una residencia universitaria. En una ocasión mientras éramos sinceros, me dijo que toda su vida se había sentido vacío y había caminado sin parar con esa sensación. La noche que nos conocimos, mientras nos abrazábamos, le dije al oído que lo bautizaría Escorpión de Primavera.
Hace años, mientras salía de un baño, un hombre me abordó. Pensé que era mejor si hablábamos. Al lado de la iglesia Porciúncula, me contó que antes de que muriera su madre, había soñado con sus flores favoritas. Me confesó que nadie sabía que había terminado con su novio porque temía enfrentar la reacción de los demás.
Hace unos días caminaba por las aceras de la discoteca gay más grande de la ciudad, vi cómo adolescentes vomitaban de todos los colores, rodeados de la mirada divertida de sus compañeritos. Esta vez, lo que me parecía llamativo y casi inalcanzable, comenzó a mostrarse turbio, una especie de fracaso lleno de luces y de música que no se puede bailar sin una herida en el alma.