Su depresión lo llevaba a temer a los autos, a su rugido incesante, al inclemente bramido de llantas y al obsesivo movimiento de los semáforos. Signataria del protocolo de Kioto, Colombia nunca había visto una lluvia nuclear. Pasó como una noticia desapercibida pero inolvidable para quienes la presenciaron. El Instituto de Asuntos Nucleares se desmoronó como si fuera un pastel de bodas. Un pequeño hongo se instaló entre las nubes y se iluminó como no lo han hecho nunca las miles de vírgenes de yeso. Semanas después, un par de activistas protestaban porque las aguas presentaban niveles de radiación atípicos. Entonces el alcalde organizó una ciclovía nocturna. Todos olvidaron lo sucedido.
A tres kilómetros de distancia del accidente, un hombre se levantaba con una pequeña fobia. Al escuchar los autos de madrugada, pensaba que se iba accidentar, lo alteraban los sonidos de motor y comenzaba a temer a la muerte. Los semáforos punzaban su delicada mente. Tablero en mano, comenzó a dibujar la ciudad: Los dos rascacielos, las casitas de Teusaquillo, la miseria de Ciudad Bolívar, el Club de los Lagartos, el humedal Córdoba, el cielo de abril y la noche prístina de agosto. Dibujaba fórmulas y una pequeña ojiva que caía desde el aire. Los planes de un ingeniero nuclear, en una ciudad "sin elementos radiactivos".
El plan, muy sencillo, sin ciudad no habrían más carros.
Simultáneamente en el Palacio del Liévano, sede del alcalde, le decía el secretario de ambiente al burgomaestre: "No importa si vuelve a suceder. Elegimos qué se olvida". Se rieron y siguieron tomando chocolate.
2 comentarios:
Me temo que al final sólo las cucarachas nos sobrevivan y quizás nos recuerden mientras toman chocolate en alguna de sus cloacas refugio.
Quizás los colombianos somos las cucarachas (jajajaja). Hemos subsistido una guerra de 50 años y henos aquí. Un abrazo.
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