Se rascaba la cabeza y los bigotes se deslizaban a favor del viento, mientras desafiaba a la carrera séptima con sus ojos almendrados. Frente a ella un gimnasio, lleno de homosexuales arribistas y a su derecha un club de casas coloniales españolas cuyo dueño ostentaba la manía de sembrar un árbol por cada uno de sus hijos. El sonido desconsiderado de un auto rojo con un adolescente rodeado de prostitutas, la obligó a ingresar a la ciudad profunda: La de las goteras, la de las cucarachas y la de los habitantes de calle.
Allí hizo un recorrido fugaz entre gatos voraces y saltó dos veces entre cuerpos calientes de humanos que aunque tenían nombre, lo habían olvidado. Asomó su cabeza por entre las rejillas de la carrera séptima a la altura del centro histórico. La gente caminaba feliz pues era sábado. Había ancianos bailando tango por monedas con un pequeño parlante a su lado. A la diestra estaba una iglesia con franjas amarillas y rojas, y un ángel de mármol que con un cólico miraba la gente pasar. Justo en la mitad de la calle, hacia donde miraba el ángel, dos ancianos iniciaban una trifulca con insultos anacrónicos que hacían hervir su antigua sangre.
-Bribón, yo le aseguro que eso fue un jaque mate- decía el de saco rojo en uno de los bordes de la mesa.
-Mercachifle- Le respondía el otro.
Los dos cuerpos diminutos con cabellos blancos parecían dos copos blancos a punto de chocarse con violencia. Se levantaron y con suavidad movían los brazos como quien está a punto de asestar un golpe. Uno de ellos, de manera paquidérmica extendió su mano derecha sin lograr rozar a su oponente. A medida que daban vueltas, sus ojos se desorbitaban levemente y los insultos aumentaban su envergadura. Finalmente, cayó uno al piso con mucha torpeza. Cuando su oponente iba a celebrar la victoria, perdió el equilibrio y se alcanzó a golpear la frente.
La gente a su alrededor se reía y hacía bromas acerca de los efectos secundarios del viagra. Con cierta compasión compartida, los oponentes se miraron a los ojos, derrotados por lo absurdo de la vida. Una mujer con vestido blanco y cofia, se abría paso a golpes entre hombres que le miraban invariablemente la cola. Desesperada levantaba a uno de los ancianos, lo tomaba del brazo, lo reprendía y lo forzaba a atravesar una plaza. En el rostro del involucrado se leía rabia y humillación.
Don Fermín Jiménez no le dirigió la palabra a su enfermera durante dos semanas. Era el castigo por vulnerar de manera perversa el orgullo de un hombre. Otrora, le habría dado una bofetada y le habría enseñado. Era una situación tensa dado que ella era quien lo peinaba y mientras lo hacía, él intentaba decirle con el cuerpo que lo estaba haciendo muy fuerte pero dada la pequeña guerra entre los dos, se rehusaba a hablarle. No obstante, en pleno de martes de agosto, mes en el que los vientos alisios hacen que las ventanas parezcan espectros quejándose, el teléfono rojo sonó.
Patricia, la enfermera, abría sus ojos esbeltos. Dijo un par de palabras en su acento venido del océano Pacífico. Abrió lentamente la puerta blanca del cuarto de Don Fermín. Y suavemente le dijo -que su amiga Gloria está en el hospital-.
Un escarabajo modelo 91, atravesaba de sur a norte como bala de cañón la carrera séptima. La ventana del conductor tenía la ventana abierta y desde ella, se veía una enfermera negra con cofia blanca y el cabello agitándose al son del viento. En el asiento de pasajeros, estaba un anciano, con un bastón con cara de pájaro y dos rubís engarzados en los ojos. Ella pitaba como una camionera y el anciano la secundaba gritando desde su asiento.
Atravesaron los odiosos filtros de seguridad de la clínica Marby y el celador alterado reportaba desde su radiocomunicador sin baterías, que un jubilado y su "doméstica" habían pasado sin autorización. No los logró detener ni siquiera la enfermera cuyos senos apretaban contra el uniforme, ni el vigilante interno puesto que andaba en el baño masturbándose.
Una habitación blanca, una mujer muriéndose, un jubilado y una enfermera. Se cerraron las cortinas como se cierra el telón en una obra de teatro. Un par de sollozos y luego el sonido del electrocardiograma cuando ya no hay latidos. Se escuchaba detrás de las cortinas un susurro que decía "siempre te voy a amar".
Caminaron en silencio Don Fermín y Patricia por las aceras de Chapinero alto. La enfermera le dio un codazo al jubilado y le dijo "¿amigos?". Se abrazaron y suavemente él respondió: "amigos".
A unos metros de ellos, la rata devoraba con alegría, las migajas que caían de la camisa del hombre jubilado.