Bogotá es una ciudad oscura, lluviosa, que moja los pies de sus ciudadanos, en la que los habitantes mantienen distancias físicas que parecen abismos en las calles. En un día de cielos pesados y con algo de mala suerte, me equivoqué para ir a una entrevista de trabajo. Pensaba que era en la tarde y resultaba ser en la mañana. Sin un peso en las calles y en una zona donde las distancias son monumentales, decidí esperar un bus que no pasó. Utópicamente, intenté caminar, confío en mi resistencia de ex atleta. Miré la hora y noté que a ese paso no llegaría nunca. Invoqué ángeles, como me enseñaba mi mamá en la infancia y procuré buscar monedas en el suelo. Me reí con ironía, me decía a mí mismo que una cosa es tener el dinero y otra necesitarlo. De nada sirve que esté lejos. Con los años me he vuelto soberbio y me da algo de vergüenza pedirle favores a las personas. Finalmente, me decidí a esperar en la máquina que lee el saldo para pedirle a alguien 400 pesos. Vi tres mujeres y no me dieron confianza. Evité hacerles la pregunta. Un hombre acuerpado, moreno, alto, de brazos gruesos, espalda ancha, caminar tranquilo, camiseta militar y mirada en el horizonte, bajó la rampa. Me pareció apuesto. Le pregunté si me podía ayudar y con un gesto corporal me dio a entender que sí. No sólo me pagó el pasaje sino que recibió mi gratitud con sencillez. Le pregunté su nombre y me dijo que era Richie. Le di las gracias, le pregunté si frecuentaba esa estación, lo negó. Le dije que cómo podía pagarle su ayuda, alzó el brazo y me subió el pulgar. Sentí ternura por él y me quedé mirándole la espalda mientras se alejaba. Quizás me hace falta ser un poco más simple y sencillo. Ojalá pueda tener un gesto amable con él. Miré los cristales y sentí algo que hace mucho no sentía: Aún hay dulzura en la ciudad.
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