Con mayúscula y en contra de las normas de los escritores (y de algunos artistas), Frida Kahlo pintó una sandía enorme que en su interior contenía esa oración. Algunos humanos, no nacimos para ser normales y sí que cansa ir contra la corriente pero ese es el precio de saborear esta existencia que sólo comprendemos única cuando se va de las manos (o cuando somos felices). Tenía unos 13 años cuando en una clase debíamos elegir algún personaje histórico y a pesar de ser un colegio masculino, de machos de pura cepa, la elegí a ella, a Frida. Me fascinaba su androginia, la ternura de sus cuadros y la fuerza de su amor. Esto, a pesar de ser una heroinómana, entregada a una dependencia enfermiza de Diego Rivera.
Y hoy vine a escribir eso, en un país, que al igual que el mío, lleva clavado en sus historias la descripción más oscura de la muerte, la guerra, el racismo y la represión social.
Y es que hay que decirlo ¡que viva la vida!, con todos sus problemas que son el impulso vibrante de los humanos que queremos saberlo todo, o por lo menos un poquito. Que viva, entre la sensualidad delirante de los orgasmos y consciente de las habitaciones repletas de impotentes sexuales. Que viva, aunque ser pobre a menudo sea una condena para unos y el usufructo de otros. Que viva, que ruja, que estalle. Que se mezcle en el respirar suave de las madres y sus crías, y en la tierna asfixia de quienes se despiden del planeta. Que no nos pase sin saborearla. Que se deje percibir, en cada área de la lengua. Que se excite silenciosamente en las habitaciones más aburridas y en los peores dramas. Que nos recuerde que a pesar de los gobiernos macondianos, hay ríos de colores, frutas cuyos aromas son delitos morbosos y caminos plagados de mestizos con los ojos del color del cielo.
No sé si haya algo mejor pero de alguna forma creo, que valió la pena, a pesar de ella misma.
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