Desde niño fui el otro. Siempre lo sentí así. Mi cabello me delataba: Era negro azabache, en un jardín de niños con melenas castañas. Luego entendí que yo era homosexual, lo que me hace parte del 10% de la población. Y así fueron "empeorando" las cosas. A los 12 años me di cuenta que además los géneros no me cuadraban, que no me interesaba definirme como un hombre o como una mujer. Opté por la paz, en un país adicto a la guerra y perdí en las urnas muchas veces. A los 14 años me volví vegetariano, que se traduciría en mis viajes a la geografía colombiana, llenos de almuerzos de arroz y huevo. Y siendo franco, uno llega a los casi 30 un poco cansado de todas sus luchas.
Recorriendo el mundo, me di cuenta que era mestizo. Que mi mezcla trirracial no era tan común en otras sociedades. Y ahora en Alemania, siento que para los europeos el origen étnico es demasiado importante. Es algo un poco primitivo e incivilizado, pero así son las sociedades. Todos tenemos derecho a algo de estupidez.
La gente suele creer que ser otro es algo chévere, algo divertido. Pero los que hemos sido forzados a vivir en el umbral de la alteridad desde la infancia, a menudo nos preguntamos si la vida sería más fácil desde el umbral de lo normal. Si podríamos ir por ahí, siendo nosotros mismos, sin miedos y con la certeza de que vamos a ser aceptados.
Y es que la piel se nos va haciendo de metal. Cuando sentimos ese trato distinto en las oficinas públicas, en el metro, en la calle. Cuando intentamos figurar en sociedades absurdas, llenas de reglas y conductas que renuncian a lo humano. Cuando intentamos validarnos a nosotros mismos y a nuestra identidad. Cuando nos sentimos perdidos en el camino y buscamos una tribu.
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