Puse lavanda para poder dormir,
sin pensar que mi habitación sería un sueño de dos años.
Un sueño de bambú,
de aislamiento,
de habitar un tiempo de dolor y felicidad.
Entre dos computadores que no dan abasto,
se sienta un hombre del trópico.
Un hombre no tan hombre,
de un trópico, no tan trópico.
No lleva tatuado el jaguar,
ni el azahar de la naranja,
ni la fulminante brisa del Caribe,
ni el atardecer del Orinoco.
Lleva una ciudad secreta,
donde lo inmenso ocurre en cuartos cerrados.
La de las cóleras montanas,
la de las mujeres que callan el mundo,
la de los nogales bicentenarios,
la del cielo contaminado,
la del amor radiactivo,
la de las preguntas.
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