Este trabajo me dio lo que la pandemia me negó. Me permitió conocer Alemania de cabo a rabo, desde el agitado Danubio, el frío Bodensee, pasando por la estudiantil Gotinga, la silenciosa Spremberg, la antigua Dresde, hasta la industrial Herten. Ahí he estado con un bolígrafo en mano diciéndole a los alemanes qué se espera de ellos.
Y he atravesado los bosques del racismo y las típicas polémicas que una auditoría implica. Tras casi 7 años siendo auditor, defendiendo la acreditación de conglomerados industriales o en su defecto, reconociéndola, me pregunto si todo esto ha tenido sentido.
Aceleraba rumbo a Frankfurt y me preguntaba qué de toda esta aventura me ha quedado a mí. No siento que las cosas sean más fáciles, sigo leyendo métodos difusos para entender lo que debo solicitar, a menudo me siento cansado y sin ánimo de ser mal agradecido, quizás esto ya no es para mí.
Me agota semanalmente crucificar gente que sé que hace lo mejor que puede y que sé que muchas veces no cuenta con el apoyo de la gerencia. Me entristece ver cómo algunos se van y me pregunto a menudo si estoy disfrutando esta corta vida. Eso sumado a que las autoridades migratorias siguen siendo unas inútiles que no nos hacen la vida más fácil a los que llevamos varios años aquí. En general, da la sensación que cargo con el mundo a mis hombros y que el premio por eso es poder vivir acá.
El entorno político en Alemania también es para perder el aliento. La AfD, el partido de ultraderecha, racista y en contra de la inmigración da pasos gigantes al poder. La inflación sumada a los problemas de crecimiento económico y los recientes atentados terroristas, hacen que la gente elija el discurso de odio de un partiducho que sólo propone discriminación.
¿Qué lugar en el mundo es libre y próspero? ¿En qué lugar cabe una persona como yo?