Eduardo era como una palabra la cual conoces pero no logras recordar. Su rostro tenía una familiaridad alegre, quizás de la época de loncheras, escarapelas y sábados en el parque Jaime Duque. Al lado de la autopista en horas de la aterradora madrugada, prefería asumir que no lo conocía y presentarme, que intentar desbaratar mis memorias de niñez, titubear y hacerle preguntas triviales e incómodas.
Tomé los horarios de natación de las 6 de la mañana porque tengo que trabajar como los otros 7 millones de habitantes de la ciudad. Soy cajero del turno de las 8, si tomo cinco minutos de más en la cama e ignoro la última advertencia del reloj despertador, fácilmente la fila se alargaría hasta llegar a la oficina de gerencia; el gerente me llamaría, sonreiría, me expondría a su aroma ártico y diría con una voz solemne: "puede pasar mañana por su liquidación".
Cuando voy a la oficina suelo pensar en cosas insignificantes. Me gusta dudar de la existencia de las personas como el panadero, el policía o el bombero. Suelo imaginar cómo sería la calle, mi apartamento o la tienda en la que desayuno si yo no viviera ¿a qué huelen las sábanas sin mí? Últimamente, cuando voy en el destartalado bus hacia el banco, veo una estrella en el oriente, grande y luminosa, quizás sea venus que mira con compasión a los que contamos dinero; debe mirar con lástima maternal a los que cuentan dinero.
Al principio no me adaptaba a la nueva rutina deportiva. Mis lentes se llenaban de agua y se empañaban, los otros nadadores no me saludaban y la profesora me trataba con la cautela reservada a los desconocidos: "¿cómo es que te llamas?" me decía durante las primeras clases. Mi nivel en el agua era muy alto comparado al de los compañeros del grupo. En una ocasión tras nadar a mi ritmo, choqué a un venezolano de tez marrón que se creía el dueño de la piscina; no dudó en liberar su rabia acumulada por los frustrados intentos de sobrepasarme con su estilo plano y rudimentario. Usó reclamos y groserías con semánticas orientales: "a mí me respetas, carajito".
Volví un par de veces a la piscina. Me desvestía y recordaba mis 18 años: era alto y apuesto en esa época... Mi madre decía que el azul de mis ojos era marino, me recuerdo como un mejor nadador y con sueños más divertidos ¿en qué momento se le refunde a uno la vida en empleos fracasados y aspiraciones salariales? ¿Cuándo abandonamos el colegio donde nos enseñan los planetas? ¿Cuándo comienza a ser más importante el flujo de caja libre?
Yo abandoné la natación a los 19. Una mañana de mi adolescencia, atontado por pensamientos largos y depresivos, víctima de la soledad y del aburrimiento, sentí frío al borde de la piscina. Era el mismo frío asesino que se me había acumulado en el pecho durante los años de infancia. En ese momento me mataba el frío gélido de la ciudad; esa sensación de congelamiento y humedad, a veces hace que uno se quiera desvanecer en una mañana de agosto o volver a la cama y no respirar jamás. A los 19 me arañó con desesperación, me gritó a modo de reclamo que yo no era feliz, como una esposa histérica. Ese fue mi último día en el deporte que quizás, me pudo hacer exitoso.
Con los pies en el agua y contabilizando el tiempo para que el banco no colapsara, sentí el mismo escalofrío que sentí aquella vez: me vi como un hombre sin propósito en la vida, sentado frente a un vapor de piscina que distorsionaba los rostros y las figuras. Me he hecho de indecisiones y tras buscar en el mar del pensamiento unos pobres alivios esotéricos, sólo pude capitular sueños clausurados.
Me vestí, salí a la calle y respiré. Veía carros pasar como venados en cacería. Sonreí y se me ocurrió que todos estamos perdidos. Una voz me sacó del ensimismamiento -¿la vida lo perturba?- dijo un hombre sentado a dos metros. Al mirar sus ojos risueños, su barba poblada y su sonrisa amplia, no pude evitar devolverle el gesto alegre, a pesar de tratarse de un entrometido.
Hablamos del clima, de los carros, del alcalde y otros temas comunes a nuestra especie de civilizados chimpancés. Debo reconocer por el nerviosismo de la novedad yo sentía un calor en los muslos que me obligaba a chocar alegremente las rodillas. Me señaló el lucero del oriente, lo observé con nostalgia y atención infantil. Sentí los imponentes labios de Eduardo hacerse dueños de los míos y ansiosos rodearme con una risa infantil.
Cuando le pedí su celular alejó sus ojos y ocultó su rostro. Lo intenté convencer que todos tenemos un secreto o algo vergenzoso entre el pecho y la espalda. Le dije que era posible querer sin prejuicios y la luz azul de la mañana iluminaba nuestros rostros.
-A mí no me da miedo declararme jodido: tengo VIH- susurré, con un nudo en la garganta.
-Me gustan las mujeres- dijo Eduardo con las mejillas rojas, confundido y aliviado.
Caminamos calle abajo, antes de que saliera el sol. Hablamos de fútbol, de la mejor cerveza, de las portadas de revistas. Parecíamos amigos con el pequeño derecho infantil al erotismo.