jueves, 21 de julio de 2016

Pollito

Por aquellos días, al lado del edificio anticuado que albergaba no menos de ocho habitaciones, una piscina, un salón de eventos y un naranjo, estaba la casa de los cuidadores. Había una constante en mis peregrinajes infantiles y es que no reconocían las fronteras sociales. Y es que allí, en esa la casa de al lado, lúgubre, con olor a cenizas y cientos de niños que años más tarde no recibirían educación, me sentía uno más.

Recuerdo su percepción de la desnudez. Solían cargar a los niños pequeños, desnudos sobre las espaldas con una manta de colores azulados que amarraban a su pecho. Sobre sus paredes había totumos llenos de maíz que sonaban como maracas y el arroz sabía diferente.

Jugaba con ellos porque es la manera en la que los niños hacen el amor y será la única que nos quede cuando el cuerpo esté cansado de las brasas de la pasión. Eran muchos y la mayoría morenos. Eran felices, como el resplandor del patio de cemento. Tenían pollitos, con los que jugábamos a atrapar. El símbolo ineludible de la inocencia. Uno de ellos lo tomé entre manos y la gallina me picó. Lo solté y noté cómo la llama de la vida se debilita. No cantaba igual, no corría. La alegría de todos los niños se convirtió en un luto. Arroparon al animalito amarillo y cuando les pregunté si era la forma de curarlo, me mintieron y dijeron que sí.

No recuerdo si el pollito murió. Sin embargo, fue de las primeras imágenes que me enseñaron la crueldad que habita la ingenuidad. Más adelante, las vidas de esos niños y las mías se dividirían, por los miles y miles de abismos que crea la sociedad. Intento convencerme que algún día trabajaré por ellos, por ésos que fueron niños y quizás, también pollitos... pero al hacer un recuento, no he hecho nada.

Recordarnos con objetividad es a veces espantoso... Pero de esos senderos oscuros que hemos cavado, hemos construido, todo lo que somos.

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