domingo, 25 de diciembre de 2016

El Turbulento y la Santa Perra

De la casita rosada salía su ángel guardián, con una ruana y canas con algunos cabellos negros. Su rostro era arrugado como el de un bulldog pero su ternura como la de un labrador. El día estaba tranquilo, la ciudad soleada y la calle 53, que es donde anidan los comerciantes, apasible.

En días anteriores, se había concentrado en la barba de un anciano muñeco con vestido rojo. Intentó entrar desesperado a la tienda para mordérsela, en honor a su padre, el señor Pedro II Callejero y a su abuelo Pedro I Callejero. El primero fue famoso por morderle la cola a Ronald Reagan justo después de que saliera sin escoltas de un encuentro con Marilyn Monroe. Y su abuelo se volvió el más famoso de Bogotá cuando una vez el dictador general de los años cincuenta, Gustavo Rojas Pinilla ordenara el asesinato de sus opositores en la Plaza Santamaría, le mordiera los genitales.

Entre los altos círculos perrunos de damas pekinesas y gozques venidos del otro lado del Atlántico, se insinuaba que era una casta de izquierdistas insatisfechos. Pero la ciudad ha crecido tanto desde principios del siglo XX que ya nadie sabe la historia de su familia. Es por eso que los comerciantes maleducados, lo sacaron a golpes sin siquiera ofrecerle alguno de los postres esponjosos y llenos de azúcar que vendían en la entrada. Sin duda, una manera desatenta de tratar al hijo de héroes nacionales.

Comió lo que la anciana le dejó en esa tarde tibia de un 25 de diciembre y supo por qué el amor va de la mano de la comida. Lamió la palma de la señora y como un buen macho callejero, se fue por la calle buscando orinar postes, cogerse a mordiscos con otros perros y follar con un par de perras desoladas.

Vaya qué es difícil la vida para un canchoso que a pesar de su sangre, tiene aspecto mestizo, es decir, mezclado, atravesado, turbulento, profundo, carnavalesco, vivaracho y sobretodo, inconfundible. Pero en eso consiste subsistir en Bogotá, en arreglárselas para abrir las bolsas sin que los tenderos lo cojan a golpes, para robarle un pan a un niño o hacer ojitos de recién nacido para que algún vegano maloliente se conmueva y le de un puñado de arroz.

Una vez en Transmilenio, el primer obstáculo es el guardia y las señoras de chaqueta azul que las hace ver 6 kilos más grandes. Él, el emperador, la tapia, el obstáculo. La estrategia consiste en hacerse a unos metros de la entrada y mirar disimuladamente los tornillos que salta la gente para no pagar. Cuando algún adolescente intenta violar el "civilizado" sistema de pagos, el soberano de la estación debe perseguirlo para demostrar por qué ha orinado más postes que los demás. Es ése el momento cuando un perro real, debe correr y atravesar hasta las compuertas para tomar un bus a casa.

Pero esta vez no había obstáculo. Había menos gente y el soberano, estaba distraído coquetéandole con sus dientes llenos de caries a la encargada de vender los pasajes. Chandoso I, supo que no habría dificultad y atravesó hasta el vagón que lo llevaría a la estación de la carrera 53. Era una costumbre en su familia, violar los filtros de seguridad de la iglesia y llegar hasta la imagen de un santo rodeado de ovejas. Después, a punta de ladridos desvergonzados se saludaba a la santísima perra que para los humanos es una santísima virgen, rodeada de estrellas y un techo azul. Era la santa de su madre y la que según ella, los protegía en medio del mármol.

La historia se repitió como en los años anteriores, entró ladrando, interrumpió el sermón y un guardia furioso lo jaló del cuello y lo tiró a la calle. Como buen macho, Chandoso I lo insultó en lenguaje perruno, esperó el momento oportuno y le mordió la cola. Intentó correr pero una vendedora con las manos llenas de grasa por cocinar papas fritas, lo detuvo y lo entregó al reyezuelo. Con una mirada siniestra lo amarró y llamó a Zoonosis. 

Ya Chandoso I había perdido dos novias trágicamente cuando los agentes de Zoonosis, unos vulgares sujetos con barriga, las ahorcaron, las llevaron a una jaula y las aniquilaron "con amor", es decir con una inyección letal.

Los barrigones lo capturaron y con la colita hacia abajo sintió el terror. Un camión con olor a sudor y un par de rottweiler apesadumbrados lo perturbaron. Sus compañeros de prisión, le contaron como viudas tristes, cómo en otra época habían sido amados. Pero detalles como la vejez o la incontinencia hicieron que un día, sus dueños antes amorosos, a las afueras de la ciudad abrieran las puertas del carro y luego los abandonaran.

En las celdas poco higiénicas, vio la muerte la muerte a los ojos. Uno los rottweiler sintió el cansancio y se derrumbó. 

Otro reyezuelo, lo tomó del cuello y lo puso en lo que pareciera una venta al parque. Sintió manos ancianas rodearlo por la espalda y comprendió qué significaba ser adoptado. Un vendedor de bombas de helio, de la plaza de Lourdes había visto lo sucedido y sin dudarlo, quiso compartir su pequeño apartamento con un nuevo amigo. Ésta vez la santa perra había cumplido.





Cartas a Fernando

Las ciudades en este continente están siempre cerca a un puerto, memoria del próspero mediterráneo, de la blanca arquitectura griega, de las expediciones titánicas de los persas y del imperio romano que tras años de desaparecer permitió que esta ciudad, en plena debacle económica pueda ser llamada aún eterna.

Y eso nos hace incomprensibles ante sus ojos que han adorado el mármol y las calles como si el mundo ocurriera aquí. No entienden la mirada perdida de un shangainés en el puerto de Ostia, ni la soledad de una iraquí que camina confundida por calles de piedra. Mucho menos van a saber por qué cuando llueve pienso con nostalgia en el centro de mi mundo.

 No sé si recuerdas a qué huele Bogotá cuando llueve. Es un aroma desagradable e intenso. Se levanta la tierra del pavimento y junto con el olor intenso vienen los recuerdos. Tenía siete años cuando tras un período de casi 20 días sin que cayera una gota de agua, el cielo se rompió e inundó el patio del Colegio Marceline. Éramos niños y en los años noventa aún creían que éramos ángeles.

Una mariposa revoloteaba por los casi 5 metros de altura del salón. Recorría sus paredes blancas, se chocaba con los baldosines anticuados, se posaba en uno que otro pupitre metálico y finalmente salió por las ventanas grandes que daban a una calle de árboles y casas de estilo alemán. Yo no podía gritar porque sentía que dejaría de ser hombre. Otros niños sí se permitían la libertad de la cobardía y el escándalo gracioso que caracteriza a nuestra gente.

Bajé la cabeza para evitar asustarme y sin querer mis ojos terminaron en los tobillos de Juan Sebastian. Sentí un cosquilleo en la pelvis y a medida que subía la mirada por sus muslos, no pude evitar sonreír. Tenía la mirada perdida, me miró, también sonrió y salió corriendo a jugar con otros niños.

Hasta hoy me preguntó si esa sonrisa fue para mí o para alguien más. De su rostro infantil no creo que quede mucho. Sus preciosos párpados debieron volverse violetas al son del éxtasis de la calle 85 y sus bonitas piernas, mi tesoro de la primaria, debieron disolverse en dosis de heroína. Cuando caminaba por la carrera séptima, en otras épocas la calle real, vi a un mendigo asqueroso pidiendo bravo y desesperado un par de monedas. Estuve a punto de esquivarlo, de no ser por esos ojos de lince, un poco acabados pero todavía ingenuos. Supe que era él. Emprendió la huida y no me dejó decirle que gracias a sus piernas, comprendí que uno se puede escapar del mundo en un minuto.



  

miércoles, 7 de diciembre de 2016

Toallas Impregnadas

Una hembra hinchada de alguna especie
que podría ser la mía,
siente el aleteo del Génesis
y entre gritos y toallas impregnadas
con un aullido primitivo salva a su género de la desaparición.

Y con los mismos labios que mama,
el hombre aprende la primera palabra,
que define un instinto oculto y bestial,
más grande que la autoconservación.

Se pueden heredar sus rasgos
y casi siempre sus signos.
Otras veces,
su inexplicable soledad.







lunes, 5 de diciembre de 2016

El Mundo de Afuera


"El Mundo de Afuera" es una novela de Jorge Franco. Sobre ella ya escribí una reseña. Hoy vengo a escribir sobre los niños.

Mi estado de ánimo terminó de bajarse cuando vi en las noticias que Yuliana Andrea Samboní de siete años fue encontrada muerta y con signos de violencia sexual en el edificio Equus66 en barrio Rosales. El 4 de diciembre fue secuestrada por una camioneta de alta gama en Bosque Calderón. Se especula que el agresor fue un reconocido arquitecto que se encuentra internado por una sobredosis.

Los barrios son antagónicos, Rosales está enclavado en las montañas y tiene uno de los metros cuadrados más costosos del país. Bosque Calderón queda justo al lado, lleno de casitas humildes. En alguna ocasión en la noche, tuve que visitar a un compañero para ir a un concierto y por equivocación terminé en Bosque Calderón. Sentía que el corazón se me iba a salir.

Hace unos días caminábamos con unos amigos por los cerros y tuvimos que atravesar Bosque Calderón, ellos estaban asustados y no sabían dónde estaban. Cruzamos una cuadra y llegamos a Rosales y sentimos calma.

No pretendo apostarle a la crónica barata que dice que los ricos son malos y los pobres son buenos. Hoy quiero hablar de la niñez. 

Durante los últimos meses he tenido un debate muy fuerte conmigo mismo sobre si deseo o no deseo en un futuro adoptar un hijo o alquilar un vientre. Creo que los niños con mucha ventaja, incluida su inconsciencia, son lo mejor de la especie humana. Es cierto que hay noticias donde son los que apuñalan y matan fríamente, lo sé, ellos también pueden ser el agresor. Pero son lo mejor porque a muchos nos hacen mejores.

Y cuando pienso en si algún día seré padre, si podré darles materialmente lo que necesitan, si llegaré a la casa a hacer escándalo y a desquitarme con ellos. O si por el contrario, les contaré historias de venados, estrellas transparentes y jugaré escondidas en las noches. Entonces contemplo el mundo y siento miedo. Pienso que es un acto de egoísmo traerlos a un planeta que se plantea como el más avanzado desastre ¿sólo traería a un niño para satisfacer mis deseos personales?

Pienso cómo debería criarlos. Si tendría que seguir el mito de todo padre que es amarlos fuertemente y creer que no sufrirán. Y siempre sufren ¿la pregunta es cuánto es suficiente? ¿Cuánto es tolerable para que sufra un niño? Y el caso de Yuliana me deja sin aliento. Así como hay quienes sienten absoluta ternura y entrega por los niños, hay quienes los desean, quienes desbocan sobre ellos sus enfermedades. Hay víctimas y verdugos.

Y comprendo al protagonista del libro "El Mundo de Afuera" que construye una casa que parece un castillo y refugia a su hija con juguetes y conejos mitológicos con cuernos, en un jardín, lejos del país traqueto, corrupto y pendejo en el que me dio por nacer. También recuerdo al otro niño que se enamora profundamente de ella, que parece bisexual, que es pobre, que crece, que secuestra y mata al padre de la niña.

Es para quedarse sin palabras.