De la casita rosada salía su ángel guardián, con una ruana y canas con algunos cabellos negros. Su rostro era arrugado como el de un bulldog pero su ternura como la de un labrador. El día estaba tranquilo, la ciudad soleada y la calle 53, que es donde anidan los comerciantes, apasible.
En días anteriores, se había concentrado en la barba de un anciano muñeco con vestido rojo. Intentó entrar desesperado a la tienda para mordérsela, en honor a su padre, el señor Pedro II Callejero y a su abuelo Pedro I Callejero. El primero fue famoso por morderle la cola a Ronald Reagan justo después de que saliera sin escoltas de un encuentro con Marilyn Monroe. Y su abuelo se volvió el más famoso de Bogotá cuando una vez el dictador general de los años cincuenta, Gustavo Rojas Pinilla ordenara el asesinato de sus opositores en la Plaza Santamaría, le mordiera los genitales.
Entre los altos círculos perrunos de damas pekinesas y gozques venidos del otro lado del Atlántico, se insinuaba que era una casta de izquierdistas insatisfechos. Pero la ciudad ha crecido tanto desde principios del siglo XX que ya nadie sabe la historia de su familia. Es por eso que los comerciantes maleducados, lo sacaron a golpes sin siquiera ofrecerle alguno de los postres esponjosos y llenos de azúcar que vendían en la entrada. Sin duda, una manera desatenta de tratar al hijo de héroes nacionales.
Comió lo que la anciana le dejó en esa tarde tibia de un 25 de diciembre y supo por qué el amor va de la mano de la comida. Lamió la palma de la señora y como un buen macho callejero, se fue por la calle buscando orinar postes, cogerse a mordiscos con otros perros y follar con un par de perras desoladas.
Vaya qué es difícil la vida para un canchoso que a pesar de su sangre, tiene aspecto mestizo, es decir, mezclado, atravesado, turbulento, profundo, carnavalesco, vivaracho y sobretodo, inconfundible. Pero en eso consiste subsistir en Bogotá, en arreglárselas para abrir las bolsas sin que los tenderos lo cojan a golpes, para robarle un pan a un niño o hacer ojitos de recién nacido para que algún vegano maloliente se conmueva y le de un puñado de arroz.
Una vez en Transmilenio, el primer obstáculo es el guardia y las señoras de chaqueta azul que las hace ver 6 kilos más grandes. Él, el emperador, la tapia, el obstáculo. La estrategia consiste en hacerse a unos metros de la entrada y mirar disimuladamente los tornillos que salta la gente para no pagar. Cuando algún adolescente intenta violar el "civilizado" sistema de pagos, el soberano de la estación debe perseguirlo para demostrar por qué ha orinado más postes que los demás. Es ése el momento cuando un perro real, debe correr y atravesar hasta las compuertas para tomar un bus a casa.
Pero esta vez no había obstáculo. Había menos gente y el soberano, estaba distraído coquetéandole con sus dientes llenos de caries a la encargada de vender los pasajes. Chandoso I, supo que no habría dificultad y atravesó hasta el vagón que lo llevaría a la estación de la carrera 53. Era una costumbre en su familia, violar los filtros de seguridad de la iglesia y llegar hasta la imagen de un santo rodeado de ovejas. Después, a punta de ladridos desvergonzados se saludaba a la santísima perra que para los humanos es una santísima virgen, rodeada de estrellas y un techo azul. Era la santa de su madre y la que según ella, los protegía en medio del mármol.
La historia se repitió como en los años anteriores, entró ladrando, interrumpió el sermón y un guardia furioso lo jaló del cuello y lo tiró a la calle. Como buen macho, Chandoso I lo insultó en lenguaje perruno, esperó el momento oportuno y le mordió la cola. Intentó correr pero una vendedora con las manos llenas de grasa por cocinar papas fritas, lo detuvo y lo entregó al reyezuelo. Con una mirada siniestra lo amarró y llamó a Zoonosis.
Ya Chandoso I había perdido dos novias trágicamente cuando los agentes de Zoonosis, unos vulgares sujetos con barriga, las ahorcaron, las llevaron a una jaula y las aniquilaron "con amor", es decir con una inyección letal.
Los barrigones lo capturaron y con la colita hacia abajo sintió el terror. Un camión con olor a sudor y un par de rottweiler apesadumbrados lo perturbaron. Sus compañeros de prisión, le contaron como viudas tristes, cómo en otra época habían sido amados. Pero detalles como la vejez o la incontinencia hicieron que un día, sus dueños antes amorosos, a las afueras de la ciudad abrieran las puertas del carro y luego los abandonaran.
En las celdas poco higiénicas, vio la muerte la muerte a los ojos. Uno los rottweiler sintió el cansancio y se derrumbó.
Otro reyezuelo, lo tomó del cuello y lo puso en lo que pareciera una venta al parque. Sintió manos ancianas rodearlo por la espalda y comprendió qué significaba ser adoptado. Un vendedor de bombas de helio, de la plaza de Lourdes había visto lo sucedido y sin dudarlo, quiso compartir su pequeño apartamento con un nuevo amigo. Ésta vez la santa perra había cumplido.