sábado, 18 de enero de 2020

Duerme

En un cuarto con una ventana, se filtraban los rayos hasta el pan. El olor a queso se liberaba cada vez que cortaba una tajada. Ponía una borona en el pico de el herrerillo y luego se vestía: La máscara, las botas, los implementos. Todo en armonía. Siempre algo negro, siempre algo de metal.

Los hombres de sotana estaban como de costumbre emitiendo juicios. Esta vez otra mujer. Siempre mujeres. A menudo hombres. Desesperada yacía s sobre una mesa y su yugular vibraba de angustia. La desnudaban los ayudantes. Emitían el juicio. A él le correspondía desmembrarla. Cuestión de segundos. Una cirugía a la justicia, en palabras de quién lo entrenó.

Un nuevo día: Taquicardia. Quizás el estrés. Quizás la exigencia. El herrerillo amaneció muerto ¿qué más puede salir mal? Sobre la mesa yacía la misma mujer que había desmembrado el día anterior. Ojos color azucena. El hombre levantó la mirada y dijo a su audiencia: Yo a ella ya la maté. El cardenal notablemente molesto, lo ignoró y con un movimiento de cabeza lo invitó a proceder.

Día tras día, el pan no se consumía, el pájaro volvía a morir, el queso se elongaba ante la eternidad. Todas las tardes debía matar a la misma mujer y ver sus pupilas oscilar. Lo único que variaba con el tiempo era su ansiedad que con el transcurrir de las noches, se volvía insomnio.

Cansado de su suplicio, cuando pusieron a la mujer desnuda sobre la mesa de tortura, tomó al cardenal y frente a la mirada anonadada del tribunal, lo desmembró frente a todos sus súbditos. La mujer lo miraba atónita con sus ojos del color azucena.

Lo condenaron. Tras un par de días en el calabozo, un verdugo casi adolescente, procedía a matarlo. Sus ojos tenían el brillo apagado, síntoma conocido por la víctima. Seguramente no había podido dormir. Quizás ese aprendiz había estado aniquilándolo, tarde tras tarde. Mirando sus ojos y sus entrañas. A manera de susurro, el ahora reo le dijo "mata al cardenal, mátalo a él y podrás dormir".

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