A los 40 años, en esas explosiones de autonomía tomó una decisión: ser madre soltera. A medida que caminaba por los pasillos blancos de ese edificio dedicado a esa actividad casi secreta, se acercaba a su destino. Pensaba en cómo sería su hijo... Quería que fuese como su fallecido hermano Alexander, con unos ojos azules que simularan el océano. En la puerta del consultorio sus manos temblaban. Con la inocencia de una niña preguntó:" ¿ya estoy embarazada doctor?" A lo que éste respondió: "No". No entendía qué sucedía, al principio pensó que había sido víctima de una estafa pero después de escuchar las explicaciones de ese cincuentón entendió que no podía concebir.
La carpeta estaba llena de esas lágrimas que saben a amargura. La sangre se diluía haciendo juegos de luz en el recorrido. Ese pequeño río rojo le decía con una voz monstruosa: "soy tu sangre, soy tu sangre pero no puedes concebir". Se volvía más y más grave, simulando el susurro de un monstruo. Dejó de drenar soledad, limpió sus pómulos y se levantó consternada: estaba enloqueciendo, o por lo menos eso creía ella. Las cosas se deformaban, el reloj no movía un péndulo sino una lengua, las tablas del piso cobraban forma de serpiente y las flores abrían sus pétalos como si la fuesen a devorar. Cayó al suelo y el desconocimiento la poseyó.
Abrió sus ojos como si hubiese tenido un sueño largo, el cielo era oscuro... La noche había llegado. Pensó que sería el azúcar, tal vez el exceso de esfuerzo tejiendo... O simplemente se iba a morir. Se sentó a continuar entrecruzando hilos pero ese individual de tela estaba completamente limpio. Eso no tenía ningún sentido; ese pequeño detalle era el único que no cuadraba en esta historia, sólo dos opciones posibles: o todo fue un sueño o verdaderamente enloquecía. Se dio la bendición y le rezó al arcángel Miguel que tenía en la entrada: "protégeme Miguel, protégeme de todo mal. Claro que si llegó la hora, que diosito me tenga en su gloria".