Sus quince años estaban cargados de rojos y amarillos. Las imágenes eran nítidas. Soñó con ser pintor pero a medida que se alejó de esa fecha dorada la vida se tornó gris. El trabajo y las obligaciones indujeron un suicidio en su alma. Día tras día, en la sombra de los postes de luz que eligió como hogar después de agotar su espíritu en notarías y ministerios, pensaba a menudo en la posibilidad de tener quince.
Amó a una mujer pero la vida no perdona a los infelices. Un bus, una mole de metal con movimiento marcial atravesó la séptima y se la llevó a un cielo que no se llama Bogotá. Los años pasados y vino un hijo, sin embargo la vida de la calle lo hundió en la desnutrición. Abel estuvo completamente solo y con el pasar de los días extrañaba cada día más esa lejana época.
Recordaba su primer amor Luisa, los ojos marrón y la primavera de sus labios le recordaban una inocencia que existía antes de las épocas del hombre adulto. Caía en las noches en un ensimismamiento que los transeúntes confundían con efectos de la adicción. Era difícil olvidar su hogar, a su madre y a su padre ya muertos. Era imposible olvidar que algún día pudo ser cualquier cosa. Un comerciante de antigüedades le habló de una puerta al pasado. Al principio escéptico vio desde políticos hasta habitantes de la calle cruzarla y no volver.
Ahora frente a ella pensaba... Con lágrimas y una sonrisa, sin nada que dejar, decidió volver.
1 comentario:
Los recuerdos nos disparan una vida que fuimos, son parte nuestra. Como los colores de esa adolescencia que narras o el gris casi negro de la adultez. ¿Somos o no creadores de nuestra vida?
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