domingo, 27 de octubre de 2013

Mariposas en el Aire


Nadie nos dijo que nos cercenarían las alas y nos harían más pequeños que a la oruga. En los capullos se predisponía un universo diferente para cada uno. Envueltos en los sentidos y acechados por lo imperceptible: el futuro; nos dedicamos caminar y a deslizarnos por un árbol cuya corteza no era más suave.

Mordimos las hojas y luchamos. Embriones vespertinos que se rebelan ante una tarde fría. Miramos el mundo resplandecer como la única y primera palabra de un mudo. Escribimos sutilezas sobre el azahar de la naranja. Dedicamos tardes interminables a la profesión del olvido, abandonamos nuestro derecho a ver las hojas caer.

Algunas mariposas no nacieron, otras volaron libres con fuerza y las últimas fuimos cercenadas con un disparo de viento. Ahora no somos orugas ni mariposas... Sólo espectadores de los que vuelan y los que esperan.

jueves, 24 de octubre de 2013

Reencarnaré en mil cuarzos rutilados con el fuego de susurros imperceptibles. Seré la llave que abre puertas sin tallar... El cuento no leído, la bandera de una patria sin fronteras. He de nacer en el país de los sueños infinitos.

viernes, 18 de octubre de 2013

"¿A quién has engañado? Con cara mimosa ¿Quién te hará ahora sonreír?"

¿Sabrán ellos que yo también tengo miedo a morir? En esta ciudad de más de 7 millones ¿Sabrán los que caminan cabizbajos que por mi cuerpo también fluye sangre? No lo sé...

¿Sabrán los que amo que ya perdoné todo, todo, absolutamente todo? ¿Sabrán ellos que los amo? ¿Se sentirán amados?

En una ciudad de más 7 millones me siento tan pequeño y no sé si mis sentimientos son más que el rugido que se extiende sobre la multitud que alguna vez fue sabana.

¿Dónde me he quedado yo? ¿En qué rincón yace mi oceánide? Bogotá llueve intempestivamente en octubre y no tengo paraguas para evitar el frío. Los andinos caminan grises como cuervos sedientos de tierra, mientras tanto yo... En un rincón veo la tormenta.

"Polvo eres y en polvo te convertirás" dicen en las iglesias de barrio mientras un pálpito existencial carcome mis neuronas ¿sabrán ellos que también temo perder? ¿Sabrán ellos que lo tengo todo en cuatro paredes? ¿Serán felices quienes amo?

No lo sé... Por eso soy bogotano.


miércoles, 16 de octubre de 2013

Murmuran las palomas por los destinos de los hombres disparados. Como cristales caminan en una ciudad que aún no tiene nombre. Las olas susurran destinos sin fin, vidas sin objetivo y túneles que nos atrapan hasta el medio día. Se sabe de antemano que tu vida y la mía son de excesos de velocidad que moriremos atropellados por un tifón de recuerdos empapados.

domingo, 13 de octubre de 2013

Dicen que uno debe trazarse metas; leí en un blog alguien que deseaba leerse 50 libros. De modo que ahora enumeraré las reseñas hasta 50, ni más, ni menos. Sólo para saber que esto comenzó hoy... Que esta noche de octubre significó algo para un proceso grande y largo. De paciencia y dedicación.

sábado, 12 de octubre de 2013

Adiós

Dejaba caer Gabriel su última hoja, su color era rojo intenso y reposaría sobre un suelo fértil y verde. Los retoños de roble se asomaban con la fuerza de la vida, parecía que la muerte no existía. La gente pisaba algunos que nunca llegarían a ser árboles y otros subsistían. Llovía y otros perecían pero algunos soportaban los embates de estar aquí.

El viento soplaba igual que ayer, igual que hace una semana... Igual que hace un mes. Las olas se agitaban y el lago reflejaba el cielo. Nadie lo notaba, salvo el espíritu agonizante: había una hoja en el suelo. A pesar de los esfuerzos de Gabriel, ya no había espacio para refugiar nidos. Sus ramas se secaban y caían. Ni siquiera los roedores hacían vivienda en su interior. Nunca el parque había estado tan verde, nunca el árbol tan árido.

No siempre fue así, hubo épocas de esplendor. ¿Quién podría creer que las pasiones amorosas más poderosas se pretendieron inmortalizar en esa de corteza ahora vieja de aromas orientales? Gabriel fue testigo de más de 70 años de amores, desengaños, patos que vivían y morían sin dejar rastro en la geometría del agua; al fin y al cabo experiencias llenas de pasión que se borraban en ciclos inertes, en el subir y bajar del agua, en el día y la noche, en la ciudad y el parque. Sucedían los años a otros años y él perdía sus hojas. Éstas nuevamente crecían y el mundo continuaba. Muchos árboles fueron talados, recuerda, pero el hombre con rasgos indígenas ante el esplendor del espécimen no tuvo otra opción más que dejarlo vivir.

Ahora cae la hoja, se despide de su progenitor. Ya se seca el suelo y germina el bosque en medio de la humanidad. Muere en silencio, un árbol más. Nada pasa y nada cambia, salvo que Gabriel ya no es parte del paisaje. Salvo que Gabriel ya no estará aquí.

lunes, 7 de octubre de 2013

Delirio-Laura Restrepo

Imagen: http://mariomendozacaballero.files.wordpress.com/2010/05/sandy.jpg

Aguilar, un escéptico literario tras cuatro días de viaje a Ibagué encuentra a Agustina en un estado de locura difícil de definir. Las acciones de su esposa, llenas de simbolismo y encaminadas a desenmascarar pasados no escuchados, lo motivan a encontrar la causa de su estado mental. A medida que las acciones aparentemente caóticas de Agustina se desencadenan, la historia se remonta  a un abuelito alemán, a una madre autonegada, a un hermano rechazado y a una sociedad con fronteras casi inquebrantables.

La narración se lleva a cabo a través de 4 planos: la búsqueda de respuestas de Aguilar, la vida de los abuelos maternos la delirante, la niñez y vida familiar de Agustina, y un diálogo con un examante. Por medio de la interacción inicialmente aislada de las distintas historias se logra crear una red que impulsa al lector a llegar a busca o suponer respuestas. A pesar de ocurrir en diferentes épocas y escenarios, las diferentes historias confabulan para contar una sola... La biografía del delirio. 

A través de esta entrega, Laura logra atrapar a su público en una Bogotá tan profunda que duele. Las clases sociales y la tradición en la que la sociedad andina se desenvuelve quedan expuestas. El narcotráfico y el machismo, resultan temas que buscan un papel en un texto cuya fuerza principal podría decirse es la búsqueda de explicaciones.


jueves, 3 de octubre de 2013

Eutanasia


“No estoy preparado para despedirme”, le decía Gabriel con voz temblorosa. El cielo estaba arremolinado, oscuro y con pequeños claros desde los cuales el sol pasaba. Mientras miraba por la ventana, un recuerdo salpicó desde su memoria aturdida por el olor a desinfectante. Dormían los cinco hermanos en una de las dos camas de la habitación, en la otra, sobre el rostro del padre se reflejaba la luz azul de una mañana fría de octubre. “Se parece a la virgen”, se decía insistentemente Gabriel durante las noches de su infancia ¿y cómo no pensar en santos? Se trata de papá Felipe, el hombre que recogió una paloma enferma y blanca en su primera comunión, el que se dedicó a sus prematuros 16 años a cuidar a los ancianos de su natal Chía, el mismo que por amor a Rafael, el menor de sus hijos, se despidió de uno de sus riñones en uno de los hospitales miserables donde se esconden las sombras de la vida y los traficantes de órganos.

“Nunca voy a entender por qué no se los bajan de una en vez de ponerse con maricaditas”, le dijo Ernesto a Gabriel desde su silla de cuero sintético, en los rincones de un pasaje comercial olvidado por la mayoría de los bogotanos. Sin pensarlo dos veces, con un rugido que le rasgaba las vísceras y dotado de una mirada fuerte, algo inusual en esos ojos de ensueño heredados de su madre, Gabriel le respondió “mire hijueputa ¿le estoy pagando menos de lo que debería?”. Ernesto se rió, “no se ponga tigre ¿no ve que alguien se puede dar cuenta?”. En una maletica y con sellos de seguridad e higiene, improvisados por una mafia con ínfulas de sofisticación, había una jeringa y un líquido. Las instrucciones eran precisas, ni un milímetro más, ni un milímetro menos para el paciente. “Suerte en su vuelta”, gritó el expendedor mientras Gabriel se marchaba y se sentía como el más miserable de los mortales. Los ojos azules y soñadores, tornaron su dirección al verde neón del oriente que atardecía y pensaba cómo había llegado a este rincón oscuro de la vida.  

“Debes ser fuerte, se me acabaron los hilos y ya no sé qué coser”, fueron las últimas palabras de Lina. Una vez cerrados los ojos, un silencio lleno de tensión heroica invadió la habitación. Los pequeños detalles se volvieron sórdidos y el viejo Felipe se dedicó a mirar la carpetica que hace dos semanas había hecho su esposa en el balcón. La enfermedad la fue matando de a poquito pero la costumbre de sentarse frente a las azucenas, a pesar de los dolores y el mundo mismo, no cambió. Felipe intentó refugiarse en las cartas de póker, en los Angelus y los rosarios a todas las vírgenes de algún pueblo del país. Los días eran grises y las venitas del cerebro se le cerraban con fuerza cada vez que lloraba. Cristo crucificado sólo callaba y los sacerdotes desde su púlpito hablaban sobre temas que le parecían cada vez más superficiales. Ahora toda su pena, todo su mundo era el recuerdo de Lina que es lo mismo que su ausencia.

“Quiero descansar”, dijo Felipe en un tono de resignación católica a su hijo medio de izquierdas, medio creyente. Un miedo violeta le cortó los intestinos, el genio y la compostura a Gabriel, quien se enfadó al escuchar el disparate que su padre le proponía. Lo vio marchitarse día tras día y la mirada ausente que antes era una súplica se convirtió en un lamento ahogado, imperativo; se trataba de un grito delirante y odioso cargado de un silencio que mataba.

“Te quiero, Gabriel, te amo. Se me agotan los horizontes y el mundo se me va pero te amo. Diles a todos que me los llevo clavados en el alma al lugar donde habitan los que no se escuchan”. Así fueron los últimos segundos del hombre con cara de virgen. Una presencia indescriptible que mezclaba la calma y la culpa aleteaba en la habitación. El que algún día fue el niño de ojos de océano, le cerró los ojos a su papá y salió por la puerta de la cafetería del hospital. Mientras conducía a exceso de velocidad, al interior de su carro empezó a llover. Era un aguacero incesante el que humedecía sus ojos, como no se vio nunca en la ciudad. Lloraba los abrazos, gimoteaba el día su grado y el abrazo paternal, humedecía sus recuerdos de infancia con lágrimas grises: cuando aprendió a montar bicicleta, cuando aprendió a nadar… Las comidas de los sábados y la iglesia los domingos. “¿A dónde irá a parar todo eso?”, vencido por la desazón se preguntaba. Frenó en un mirador y olvidó que era un hombre colombiano y acomplejado. Se entregó a un llanto exagerado en el mirador de la calera desde donde Bogotá parece un mar de vidrio. Los punticos de luz en movimiento y las geometrías lineales de los edificios, rodeados de árboles aún vivos atestiguaban indiferentes el dolor del treintañero destrozado. “No estaba preparado para despedirme”, se decía una y mil veces hasta que el alma se le secó. Se dedicó a dormir día tras día un sueño acompañado de una tragedia llamada amor.

-ICVG-