“No estoy preparado para
despedirme”, le decía Gabriel con voz temblorosa. El cielo estaba arremolinado,
oscuro y con pequeños claros desde los cuales el sol pasaba. Mientras miraba
por la ventana, un recuerdo salpicó desde su memoria aturdida por el olor a
desinfectante. Dormían los cinco hermanos en una de las dos camas de la
habitación, en la otra, sobre el rostro del padre se reflejaba la luz azul de
una mañana fría de octubre. “Se parece a la virgen”, se decía insistentemente
Gabriel durante las noches de su infancia ¿y cómo no pensar en santos? Se trata
de papá Felipe, el hombre que recogió una paloma enferma y blanca en su primera
comunión, el que se dedicó a sus prematuros 16 años a cuidar a los ancianos de
su natal Chía, el mismo que por amor a Rafael, el menor de sus hijos, se
despidió de uno de sus riñones en uno de los hospitales miserables donde se
esconden las sombras de la vida y los traficantes de órganos.
“Nunca voy a entender por qué no
se los bajan de una en vez de ponerse con maricaditas”, le dijo Ernesto a Gabriel
desde su silla de cuero sintético, en los rincones de un pasaje comercial
olvidado por la mayoría de los bogotanos. Sin pensarlo dos veces, con un rugido
que le rasgaba las vísceras y dotado de una mirada fuerte, algo inusual en esos
ojos de ensueño heredados de su madre, Gabriel le respondió “mire hijueputa ¿le
estoy pagando menos de lo que debería?”. Ernesto se rió, “no se ponga tigre ¿no
ve que alguien se puede dar cuenta?”. En una maletica y con sellos de seguridad
e higiene, improvisados por una mafia con ínfulas de sofisticación, había una
jeringa y un líquido. Las instrucciones eran precisas, ni un milímetro más, ni
un milímetro menos para el paciente. “Suerte en su vuelta”, gritó el expendedor
mientras Gabriel se marchaba y se sentía como el más miserable de los mortales.
Los ojos azules y soñadores, tornaron su dirección al verde neón del oriente
que atardecía y pensaba cómo había llegado a este rincón oscuro de la vida.
“Debes ser fuerte, se me acabaron
los hilos y ya no sé qué coser”, fueron las últimas palabras de Lina. Una vez
cerrados los ojos, un silencio lleno de tensión heroica invadió la habitación.
Los pequeños detalles se volvieron sórdidos y el viejo Felipe se dedicó a mirar
la carpetica que hace dos semanas había hecho su esposa en el balcón. La
enfermedad la fue matando de a poquito pero la costumbre de sentarse frente a
las azucenas, a pesar de los dolores y el mundo mismo, no cambió. Felipe
intentó refugiarse en las cartas de póker, en los Angelus y los rosarios a todas las vírgenes de algún pueblo del
país. Los días eran grises y las venitas del cerebro se le cerraban con fuerza
cada vez que lloraba. Cristo crucificado sólo callaba y los sacerdotes desde su
púlpito hablaban sobre temas que le parecían cada vez más superficiales. Ahora
toda su pena, todo su mundo era el recuerdo de Lina que es lo mismo que su
ausencia.
“Quiero descansar”, dijo Felipe
en un tono de resignación católica a su hijo medio de izquierdas, medio
creyente. Un miedo violeta le cortó los intestinos, el genio y la compostura a
Gabriel, quien se enfadó al escuchar el disparate que su padre le proponía. Lo
vio marchitarse día tras día y la mirada ausente que antes era una súplica se
convirtió en un lamento ahogado, imperativo; se trataba de un grito delirante y
odioso cargado de un silencio que mataba.
“Te quiero, Gabriel, te amo. Se me agotan los
horizontes y el mundo se me va pero te amo. Diles a todos que me los llevo
clavados en el alma al lugar donde habitan los que no se escuchan”. Así fueron
los últimos segundos del hombre con cara de virgen. Una presencia
indescriptible que mezclaba la calma y la culpa aleteaba en la habitación. El
que algún día fue el niño de ojos de océano, le cerró los ojos a su papá y
salió por la puerta de la cafetería del hospital. Mientras conducía a exceso de
velocidad, al interior de su carro empezó a llover. Era un aguacero incesante
el que humedecía sus ojos, como no se vio nunca en la ciudad. Lloraba los
abrazos, gimoteaba el día su grado y el abrazo paternal, humedecía sus
recuerdos de infancia con lágrimas grises: cuando aprendió a montar bicicleta,
cuando aprendió a nadar… Las comidas de los sábados y la iglesia los domingos. “¿A
dónde irá a parar todo eso?”, vencido por la desazón se preguntaba. Frenó en un
mirador y olvidó que era un hombre colombiano y acomplejado. Se entregó a un llanto exagerado en el
mirador de la calera desde donde Bogotá parece un mar de vidrio. Los punticos
de luz en movimiento y las geometrías lineales de los edificios, rodeados de
árboles aún vivos atestiguaban indiferentes el dolor del treintañero
destrozado. “No estaba preparado para despedirme”, se decía una y mil veces
hasta que el alma se le secó. Se dedicó a dormir día tras día un sueño
acompañado de una tragedia llamada amor.