Dejaba caer Gabriel su última hoja, su color era rojo intenso y reposaría sobre un suelo fértil y verde. Los retoños de roble se asomaban con la fuerza de la vida, parecía que la muerte no existía. La gente pisaba algunos que nunca llegarían a ser árboles y otros subsistían. Llovía y otros perecían pero algunos soportaban los embates de estar aquí.
El viento soplaba igual que ayer, igual que hace una semana... Igual que hace un mes. Las olas se agitaban y el lago reflejaba el cielo. Nadie lo notaba, salvo el espíritu agonizante: había una hoja en el suelo. A pesar de los esfuerzos de Gabriel, ya no había espacio para refugiar nidos. Sus ramas se secaban y caían. Ni siquiera los roedores hacían vivienda en su interior. Nunca el parque había estado tan verde, nunca el árbol tan árido.
No siempre fue así, hubo épocas de esplendor. ¿Quién podría creer que las pasiones amorosas más poderosas se pretendieron inmortalizar en esa de corteza ahora vieja de aromas orientales? Gabriel fue testigo de más de 70 años de amores, desengaños, patos que vivían y morían sin dejar rastro en la geometría del agua; al fin y al cabo experiencias llenas de pasión que se borraban en ciclos inertes, en el subir y bajar del agua, en el día y la noche, en la ciudad y el parque. Sucedían los años a otros años y él perdía sus hojas. Éstas nuevamente crecían y el mundo continuaba. Muchos árboles fueron talados, recuerda, pero el hombre con rasgos indígenas ante el esplendor del espécimen no tuvo otra opción más que dejarlo vivir.
Ahora cae la hoja, se despide de su progenitor. Ya se seca el suelo y germina el bosque en medio de la humanidad. Muere en silencio, un árbol más. Nada pasa y nada cambia, salvo que Gabriel ya no es parte del paisaje. Salvo que Gabriel ya no estará aquí.
sábado, 12 de octubre de 2013
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1 comentario:
Un bonito homenaje, aunque de tristeza despedirse siempre estará en el corazón y en la memoria. Y gracias a tí, también en la escritura.
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