A menudo me he preguntado de qué me ha servido el español. Si bien el argumento sentimental que indica que es la lengua desde la que he amado, ayuda a reivindicarlo un poco, sus usos prácticos los percibo limitados. Algún antropólogo diría que sirve para ir a una plaza y pedir comida, o para comunicarse con vecinos malencarados. Pero más allá de esas ingenuidades bienintencionadas, el español no es que sirva de mucho.
Las mejores universidades del mundo hablan inglés. Para tan siquiera soñar con ingresar a una de ellas, los hispanohablantes debemos presentar regularmente evaluaciones para demostrar que dominamos la lengua de los anglosajones. Los exámenes tienen la módica suma de aproximadamente 200 US y tienen una vigencia de 2 años. A lo largo de mi vida, hablar español me ha costado presentarlos casi 3 veces; es decir, he invertido aproximadamente 600 US para obtener un par de certificados. Y en sentido inverso ¿quién invierte en aprender español? ¿A quién se lo exigen para cruzar una frontera?
Las cosas no se reducen a universidades o institutos prestigiosos, la ciencia se escribe en su mayoría en inglés. Los humanistas a menudo protestan porque también hay revistas de buena reputación en la lengua de Cervantes pero la verdad es que no trascienden mucho. Basta ver las bases de datos para comprender que de 10 sólidos buscadores de artículos científicos, quizás uno sea en español. Sin hacer hincapié que Corea del Sur publica más artículos que casi todo el mundo hispánico reunido.
Si bien la lengua ibérica se dice que suena hermoso, que está de moda, que es la segunda más hablada después del mandarín, su presencia se reduce a naciones que en su mayoría tienen bajos índices de desarrollo humano. Es decir, viajar y conocer culturas sin la presión lingüística a menudo implica estar encerrado en la burbuja latina de corrupción, falta de planeación, miseria y populismo.
Los defensores acérrimos podrían elaborar una hermosa descripción del idioma con el que Horacio Quiroga describía a los seres de la selva; resaltar la riqueza de colores que adquirió cuando el trópico salvaje la obligó a describir el embrujo de otras latitudes; elucubrar sobre las cicatrices que lleva de diásporas norafricanas, nativo americanas y europeas; profundizar en los pensadores que la llevaron como una bandera hasta la tumba o dar vueltas sobre sus descripciones coloniales acerca de la geografía del mundo. Lo cierto es que el castellano, es como una reina de belleza que se ve bien durante todo el concurso hasta que le hacen preguntas difíciles, por excelencia es una lengua barroca y complicada pero nada trascendental.
Más allá de su sonido que mezcla la estridencia y la suavidad, el español ha adquirido de manera paradógica el lánguido semblante del Quijote. Cervantes describía el destino de su lengua sin saberlo. Ingresa a los Estados Unidos por las cocinas y a través de las uñas llenas de tierra; se dispersa en la selvas detrás de un rifle con nostalgia colonial; se esfuma lentamente en sujetos birraciales y le declara la guerra a potencias mundiales, como los bárbaros lo hacían con Roma.
Los que hablamos español, somos la periferia.