domingo, 5 de mayo de 2019

Guía de Bogotá

Un amigo me comenta que hay una carrilera que atraviesa media ciudad. Tiene bases de madera y ella se constituye de dos largas hileras de metal en donde un tren antiguo se desplaza día tras día. Hace un sonido agudo y poderoso como cuando un ser corpulento estornuda. A menudo pasa una pequeña locomotora que en vez de llevar ciudadanos, está cargada de carbones. Algunos de ellos se caen a lado y lado para parar sobre las bases de madera. El sol en Bogotá sale aproximadamente a las 5:30 AM y los pájaros comienzan a cantar a las 4:30AM. En la ciudad comienza a atardecer a eso de las 5:50 PM ó 6:00 PM. En ese lapso de tiempo, cuando el cielo no está cubierto de nubes, un sol blanquecino apunta directamente sobre los transeúntes. Entonces los carbones se calientan y sin anticiparlo cuando uno pasa por la carrilera en la tarde, encuentra pedazos de las bases de madera calcinados como si un diminuto incendio hubiera devorado algunas de sus partes.

Transmilenio

Por la ciudad hay varios carrilles exclusivos para Transmilenio. Es un sistema de buses rojos y largos que en la mitad tienen una especie de resorte que les permite girar a pesar de su longitud. En su interior son grises y tienen tubos desde los que la gente se sostiene. El espacio personal en Colombia no existe. Durante las horas más concurridas la gente se agolpa en los cristales como si fuera un cuadro surreal en el que los ciudadanos quieren parecer en una caja de sardinas. En las estaciones hay tornillos metálicos para ingresar. Hacen un sonido tosco y agradable cuando uno los empuja. Se activan con una tarjeta de plástico y de color verde que debe estar recargada. La manera de tener dinero disponible es pagándole a los operadores que las reciben a la entrada de las estaciones o en una maquinita verde de metal que tiene una pantalla que dice paso por paso cómo llenar de dinero la tarjeta.

Nabokov decía que toda ciudad tiene un Jardín del Edén. En el caso de Bogotá, es la biblioteca Virgilio Barco.

La Biblioteca

Vivo al lado de una biblioteca hecha de ladrillos naranjas, que a su vez está justo al lado de la carrilera. Cuando atardece, los muros toman un tono refulgente. Hay cuadraditos de tierra en el suelo de los cuales emergen astoraques. Son árboles norteamericanos con hojas verdes y de cinco puntas. En Bogotá no cae nieve, ni hay un otoño mustio en el que todo se muere. Tampoco se ven primaveras floridas, ni veranos incólcumes. Por eso la vegetación está naciendo y muriendo todo el tiempo. En algunas épocas del año, los astoraques tienen parches de un verde claro mientras que en otras partes de su copa, tienen zonas con un café medio violeta. Cuando paso los fines de semana veo jovencitos bailando con un parlante a su lado. También se ven adolescentes disfrazados de personajes de ánime, suelen hacer duelos con espadas de plástico.

Tras atravesar el templo del sonido y sus espejos de agua con papiros, hay un camino que conduce a la entrada principal. Una vendedora de dulces está estacionada con un carrito. Tiene caramelos cuadrados envueltos en plástico, chocolatinas de 10cm de largo, papás fritas y una sombrilla gigante que la protege del sol. 

En el camino se siguen percibiendo plantas, cuerpos de agua y escaleras. La entrada de la biblioteca es de cristal y un guardián con un saco gris, revisa las maletas que uno lleva. Revisa sin revisar porque le pide a uno que abra la maleta y a duras penas ve su contenido. Al interior hay rampas que conducen a las terrazas. Ay, las terrazas. Desde ellas se logra ver al oriente unas montañas gigantes color azul y a medio camino edificios, rascacielos, autopistas, barrios que parecen en hongos sobre la piel de la tierra. Hacia el occidente, un adolescente melancólico como lo fui yo en esa edad, puede mirar los árboles del inmenso parque Simón Bolívar y arriba de ellos el atardecer multicolor.

¿Qué pensará el joven escritor que me lea en los años veinte del siglo XXII? La verdad es que soy un aficionado y decidí hacer este post en honor a un cuento precioso de un verdadero escritor. Se llama Vladimir Nabokov, era ruso y en su momento describió Berlín.



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