Una de las cosas más frustrantes en mi experiencia profesional, era ver lo ignorados que éramos los que planeábamos medidas para emergencias grandes. Antes de irme, alcancé a ayudar a planear una política nacional de laboratorios. En su momento, no más de 10 personas nos reuníamos en el Instituto Nacional de Metrología a hablar de redes de laboratorios. Tomábamos decisiones y soñábamos un medio analítico en el que el país pudiera robustecerse algún día.
Al llegar el gobierno Duque, me dijeron enfurecidos que no había dinero para esas redes (fundamentales para hacer seguimiento epidemiológico). Mi respuesta fue indicarles que los egos personales no debían anteponerse ante el bien común. Insistieron en que era algo excesivo, que esas cosas no debían decirse.
Y así estuve varios años: En la constitución del Sistema Nacional de Calidad, en el diseño de la Política Nacional de Laboratorios, en la construcción de los núcleos de necesidades de capacitación con el Ministerio de Educación.
Nunca nos pagaron un peso por hacer cosas a menudo fuera de nuestras actividades contractuales. Nunca tornaron la vista a lo que les decíamos que era importante. Primero el mundial de fútbol, luego el reinado de belleza, luego los juegos olímpicos y así en una espiral interminable, al punto de banalizar el papel de la ciencia.
No hace mucho, la discusión era porque un técnico en sistemas se ganaba 6 000 000 en Colciencias, mientras una doctora en bioquímica recibía 5 500 000. Y parecía una discusión aristocrática, lejana, sin importancia en un país que necesita pensar en qué va a comer.
Había temas inclusive más interesantes en el propio IDEAM: Cambio climático era la sección que todos querían dirigir o por lo menos hacer parte de ella. La mayoría de los funcionarios asistían a conferencias sin siquiera saber inglés. Pero el tema de las ciencias de la medición resultaba laborioso y oscuro.
Entre las protestas de mi generación y de la que sigue, siempre se enfrentaban jovencitos a unos hombres con armaduras sofisticadas y costosas, pidiéndoles que la educación fuera el pilar de desarrollo. Y en las elecciones, siempre primaba el discurso empresarial, el del primer ministro ejecutivo que quería bajarle los impuestos a los industriales. Se hablaba de guerra, con vehemencia, con la pasión de un caudillo típico del Macondo de Gabriel García Márquez. Y siempre ganaban ellos. Los mayores de derecha, celebraban, como si hubieran ganado algo. Así, como cuando hundieron el plebiscito por la paz.
De repente, en un mercado de Wuhan, casi haciéndole un guiño a los vegetarianos, surge un virus que acuartela a la humanidad, con el propósito de proteger a la generación que como humanidad amamos pero cuya más grande proporción nunca se interesó de lo fundamental y señaló de subversivo a cualquier iniciativa trascendental.
¿Dónde están los jugadores de fútbol haciendo gel antibacterial? ¿Dónde estás los elegantes banqueros desarrollando una vacuna contra el virus? ¿Dónde están los técnicos de sistemas asistiendo a los que se mueren en cuidados intensivos?
La noticia de los días recientes, es que la máquina del Instituto Nacional de Salud que permitía diagnosticar el COVID-19 se había dañado. Me recordé a mí mismo, suplicándole al Estado recursos para redes de laboratorios. Me vi frustrado, cuando veía ascender a políticos de corte populista, cuando vi corruptos apropiarse de los cargos más deseados del servicio público. Cuando me tuve que ir de un país que siempre me miró con suficiencia, que nunca me dio un cargo estable, que nunca pensó que mi discurso era importante. Me duele decirlo pero la crisis somos nosotros: Nuestra manera de actuar, nuestra manera de pensar, nuestra visión folclórica, nuestro odio a lo trascendental, nuestro desprecio a la inteligencia, nuestra duda despectiva sobre las prioridades de la ciencia.
Sólo espero que todos mis seres queridos sobrevivan. Si no por ellos, por mí, que lo intenté.