domingo, 10 de febrero de 2013

Zapatos para Caer



Atardecía, las ventanas vibraban debido al viento de las autopistas y los ángeles retratados en los cuadros de la sala, atestiguaban el silencio. Los ojos oceánicos de Rafael surcaban los obstáculos para entender qué miraba ella. El salero blanco, de porcelana, levemente agrietado dividía la mesa en partes iguales. Una lágrima recorría la mejilla de Estela. Él estaba desesperado por preguntar, intentó en más de una ocasión levantarse o modular palabra pero la silla lo condenaba a la quietud.

¿En qué momento una mesa era del tamaño de un continente? Ni siquiera estirar las manos y navegar cual Ulises hasta la orilla de su taza de té, le hubiera dado del derecho de preguntar ¿qué te sucede? Ni siquiera los mudos están tan incomunicados como la palabra que se devora y se encarcela en el calabozo de la memoria. No era una soledad, eran dos… Eran caníbales, estáticas y soberbias. El olor a café cambiaba el curso de su letargo y como una volqueta de basura lo desparramaba sobre la sala de televisión.

Se sentaban con lentitud frente al televisor. Al lado del sofá donde los dos yacían, permanecía una vela de un cumpleaños número 70. Un portarretrato de madera colgaba polvoriento de la pared: una mujer, un hombre y dos niños, sonreían al lado del mar oscuro del Pacífico. Rafael enfocó sus ojos sobre el documental, ella permanecía con la mirada en sus pies.

El reloj marcaba las 5:30PM. Sabían que en media hora se levantarían, irían a la iglesia y luego tomarían café. El saco de Rafael tenía rotos conocidos que Estela ya sabía que debía coser. Él pensaba en lo penoso de las agujas y los hilos… No unían vidas, cosían cualquier cosa excepto el alma.

Había una ventana con reflejos taciturnos, con una Bogotá somnolienta y llena de palomas. La plaza de Lourdes estaba llena de almas, cuyo hábitat era el smog. Algún día el hombre que hoy permanecía oculto en un apartamento con olor a yerbabuena, caminó por ese piso estampado de flores de liz, mientras se preguntaba por la vida. 

Cuenta la leyenda que en medio de la neblina y algunos espectadores en ruana, una silueta gris se alzaba ante la ciudad. Larga y esbelta, descendía atestiguada por los cerros hasta la fuente que los ojos de los niños nacidos en la década de los 90, jamás verían. A su lado siempre estaba Faisán erguido. Era el encargado de recoger el dinero en un sombrero. Después de cien vueltas, de tres mil saltos, después de haber contorsionado el cuerpo y el alma, de haber entregado los remolinos más inesperados y los huracanes soñados, los aplausos abundaban.

No pasó mucho tiempo para que la Paloma, como la conocían en la calle, forjara un nombre y un recuerdo en la sociedad andina. A Faisán le decían el tarado, una falta de oxígeno en el momento de nacer, le impidió desarrollar plenamente el habla. Sin embargo, ningún oficio se le dificultaba. Era experto en los números, asiduo lector de poesía, amante de los registros de la expedición botánica y por herencia zapatero. 

La paloma y el tarado, nacieron para conocerse. Vivían en los extremos de la ciudad. Ella pertenecía las clases arribistas y aristocráticas que caracterizan a la sociedad colombiana. Él por el contrario, creció con la imagen de un padre que nunca paraba de trabajar. Un día de Agosto Estela salía del colegio de monjas acompañada por el preludio de una lluvia. Debía correr, de lo contrario sus zapatos se humedecerían y su sueño de ser bailarina se estancaría. Por la calle, un hombre bajaba a gran velocidad con cantinas de leche, sin vacilar ante la presencia de la niña, la estrelló. Una cantina rodó hasta su tobillo derecho y generó un dolor que ni todos los 28 de cada mes le habían causado. El lechero tomó sus cantinas y gritó: “fíjese por dónde camina”, y siguió su curso. 

Ella llegó a pensar que se moriría. Un hombre unos 3 años mayor que ella, la levantó y sin mediar palabra, la llevó al hospital. Desesperada por este acecho, ella le preguntó: “¿tú quién eres?”. A lo cual él con dificultad respondió: “Faisán, zapatero”. Pronto se recuperó pero su alma aún estaba herida, nunca más podría bailar.

Lloraba cada día. Todos conocían su tragedia. Una madrugada de neblinas anodinas, Faisán tocó su ventana: “vamos a bailar” le dijo. Ella dudosa le respondió “no puedo mi tobillo es mi cárcel”. Sin decir nada, la alzó y la llevó hasta la plaza. Había hecho unos zapatos especiales, precisos para su discapacidad en los cuales ella sentía  como si flotara. Todos en la plaza aplaudían. 

Un día supieron que se debían casar. Simultáneamente, Eduardo, el papá de Estela había arreglado un matrimonio con un hombre de un linaje respetable. Ella se rebeló; sabía que podía vivir de lo que amaba, con quien amaba. Rafael no permitiría semejante deshonor. Fraguó un plan. Todos los días la visitaba y dejaba la propina más generosa. Faisán lleno de celos, le dijo que dejara de bailar, ella se rehusó.

El día del matrimonio, el tarado le regaló unos zapatos. Eduardo de manera dócil (como nunca antes se había mostrado) accedió a llevárselos. Ella decidió bailar, algo fallaba en su zapato izquierdo que le hizo perder el equilibrio y  de paso su tobillo izquierdo. Con lágrimas en los ojos insultó hasta el cansancio a Faisán. Nadie, ni siquiera el lechero le había quitado tanto. El matrimonio se arruinó, decidió nunca más volverlo a ver y se casó con Rafael.

Años después lo preguntaría a sus vecinos. Su corazón casi se detiene cuando le contaron que lo habían matado con un golpe en seco. Tras muchos días, semanas y meses, después de mirar y reconocer a su amado en los primeros zapatos que le regaló. Comprendió que las zapatillas del matrimonio habían sido alteradas. A los 70 años, siempre entendemos que alguien que nos ama, jamás nos daría zapatos para caer.



1 comentario:

Elena P.G. dijo...

¡Qué triste, qué bello!!!!