lunes, 16 de marzo de 2020

Los humanos somos cabras medievales,
aterrorizadas ante la vibración del volcán. Pintamos al demonio, a manera de representar el rostro de nuestras tinieblas, que tras la neblina, relata nuestra historia. De voz gruesa, se levanta entre la oscuridad y dice nuestro nombre, que también es ficticio.

Y en medio de las esquizofrenias, tan frecuentes en una especie emocional, levantamos murallas que nos protegieran del maligno. Y sin darnos cuenta, nos hicimos presa de él. De nosotros mismos.

Aquí, desde la gran muralla, la de Berlín, la de los guetos, la de los alambres de púas que pusieron en Hungría para que los sirios no llegaran a ciudades que emergieron de esclavos con lenguas africanas, hemos quedado atrapados, en la oscuridad del miedo. En los ojos de la mujer medieval qie le decía a su hija que en los bosques había criaturas cuyos nombres no se pueden pronunciar.

Y es ahora América quién descubre a Europa desde la marginación. Quién se niega a abrir su feudo, una vez libre del miedo. Ahora son los bisnietos de los nativos que los recibieron como dioses, quienes los inspeccionan en los puertos y los ven desesperados cruzando ilegalmente ciudades de su propia geografía.

En una costa del sur, yacía un niño con la cara sobre la arena. No pudo escapar. Y a pesar de la conmoción del mundo, en las calles por donde caminó Hitler, se seguía murmurando en alemán, que los refugiados eran una carga.

¿Quién va a cargar a los europeos ahora que sus murallas son una prisión?

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