sábado, 11 de abril de 2020

Grito a la Vida



Una razón para abandonar mi trabajo en Colombia, tenía que ver con una batalla interna con un corrupto. Yo era un auditor asistente, me encargaba de velar por la información ambiental del país. Mi jefe velaba por sus intereses y dado que rara vez permití que se saliera con la suya, usó la estrategia más antigua de coerción: Matar de sed. Me ponía volúmenes de trabajo excesivos, poco comparables a los de mis compañeros, me pedía tiempos irrealizables, me pretendía conducir de todas las maneras posibles al aburrimiento, inclusive, alguna vez me mostró una convocatoria al Servicio Geológico Colombiano. Y viendo otras orillas, decidí seguir estudiando. Quién pensaría que me tocaría pasar por las pruebas que Alemania le pone a sus visitantes y que una pandemia me aguardaría a la vuelta de la esquina.

Nuevamente en la academia, me doy cuenta que uno con los años se va volviendo más resabiado. Me dan pereza los profesores que tienen un trauma de juventud y desean demostrarle a sus estudiantes cuán inteligentes son. Me aburren de sobremanera los que hacen exámenes difíciles, imposibles de aprobar. Ésos, que constantemente enfatizan en sus complicados laberintos mentales. Y para ser sincero, no los envidio, les tengo compasión. Yo sé más que nadie la soledad que implica una mente aguda.

A medida que uno se acerca a los treinta le dejan de importar muchas cosas. Entre ellas el qué dirán. Y a uno le comienza a saber a cacho hacer de las experiencias motivo de sufrimiento. La vida en sí misma es sufrida, no hace falta hacerla más difícil. Por eso pienso que la pedagogía y la academia misma, deberían pensarse desde la pasión de Goethe o del mismo Humboldt. Ellos dos, vestigios de un siglo en el que los hombres deseaban sorprenderse con la vida. Y así lo hicieron, así lo hizo Humboldt, atravesando un océano y una vibrante Orinoquía. Subiendo montañas, estudiando cráteres, analizando plantas, haciendo el amor, visitando botánicos, viajando... Conociendo el mundo. Quizás una experiencia plena tiene más mérito que arrastrar heridas personales a auditorios estériles, enseñándole a odiar el conocimiento a jovencitos inocentes.

Así concibo las ciencias de la tierra. O más bien, así quiero concebirlas. Y es que cuando pienso en ellas no se me viene a la mente Darcy o Mendel. A mi mente llegan Thomas van der Hammen y sus descorazonadores de sustratos bogotanos, Ernesto Guhl Nimtz y sus páramos de la sabana, Humboldt y su recorrido desde Cumaná hasta Ecuador, Darwin y su travesía por el estrecho de Magallanes, Brigitte Baptiste y su viaje por el género y la biodiversidad. Hay ciencias a las que les queda muy mal quedarse atrapadas en paredes de concreto, mientras hablan del movimiento de las olas y los remolinos del cielo.

Y como resultado de tanta chochera en los últimos años, por lo menos en Colombia, cada vez son menos los que quieren estudiar una carrera profesional. Los profesores que pensaban que su cargo era una silla real desde la que podían vomitar su mediocre método sobre futuros colegas, ahora ven su puesto tambalearse por causa de su falta de amor y de creatividad. No se espera de un maestro que sea "sobrehumano" y haga cosas impensables para enseñar. Simplemente, se espera que pueda transmitir algo de mística, algo de cariño, algo para recordar.

Insisto, uno se va volviendo viejo y ya no se aguanta las tonterías. Me he cansado de los horarios, de las formas, de la rigidez de las ecuaciones. Creo que las ciencias de  de la tierra deberían ser un grito a la vida y no un émulo vergonzoso de sistemas académicos pasados de moda en el que el elogio a la dificultad es sinónimo de calidad.

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