domingo, 20 de junio de 2021
domingo, 30 de mayo de 2021
Amar una Ciudad
Más allá del cliché, los humanos establecemos relaciones con el territorio. Pueden ser de odio, amor, rechazo, indiferencia. Tardé más de 20 años en entender a Bogotá; sus colinas, su realidad intramural, la vida íntima a manera de secreto, la homosexualidad dulce y castrada, la feminidad recargada y oprimida. Todo eso, me tardé en comprenderlo.
Más que calles, son capítulos de una biografía. La historia de este hombrecito de pelo negro, ojos marrón y escasos 1.63m. Chapinero, dónde nací; Nicolás de Federmán, dónde crecí; la biblioteca Virgilio Barco, dónde pasé la soledad de la adolescencia; el teatro Libertador, dónde veíamos cine con mis hermanos; el Park Way, dónde estudié un tercio de mi vida; el centro, dónde me hice ingeniero; ay el occidente, dónde trabajé con el Estado.
De niño pensaba que Bogotá era una ciudad fea, caótica, peligrosa y contaminada. A fuerza de buses contaminantes, habitantes de calle llenos de infecciones cutáneas y calles grises la percibí angustiante. Y de hecho lo es. Pero también es una ciudad que se permite dulzura, secreto y sorpresa. Se permite a su manera, ser real e incluir a una sociedad que es exhuberante, tímida y sorprendente.
Y Múnich. Ay Múnich. Llegué a Alemania con dos maletones, lleno de miedo. La primera casa que habité fue con una mujer que tenía la infancia herida y a sus cincuenta, tenía el baño lleno de juguetes (no sexuales). Las paredes estaban llenas de impresiones de escenas de películas y el cuarto dónde yo vivía tenía fotos de hombres del oriente medio. Nunca la entendí. Llegaba furiosa en las noches y con sus microviolencias, me hizo sentirme agotado las primeras semanas. Sentí que de fondo había racismo y una amargura profunda. Por más francos que sean los alemanes, sus conductas eran extrañas y excesivas.
Con eso como abrebocas, lo que siguió no fue mejor. Viví en un apartamento sin registrarme oficialmente en el que mis vecinos musulmanes me enviaban notas y golpeaban la pared violentamente a las 4 am. Me trasteé a un sótano dónde sólo toleré un mes. Tomé las materias más complicadas de mis enfoques de maestría. La tormenta Sabine interrumpió mis exámenes. Perdí mi empleo, que consistía en analizar las condiciones de los bosques, debido a que por exigencia de una organización de conservación, el partido Verde canceló la tala controlada. Un mes después comenzó una pandemia. La oficina de extranjería casi me deja sin estatus migratorio. Y así Alemania me dio la bienvenida.
Pasaron unos meses y tras mucho aplicar a empleos, envié una última hoja de vida. Comenzaban los exámenes y no tendría tiempo de seguir aplicando. Me entrevistaron el mismo día que tuve el examen de deslizamientos y derrumbes, y unas semanas después, me contrataron. Lo sorprendente es que fue la última aplicación y además, justo por esas semanas se reabría el espacio aéreo. Tenía decidido volver si no había motivos para quedarme. Me quedé.
Los meses han pasado, con cosas buenas y malas. Pero más buenas: Mi maestría, mi trabajo y mi tesis. Ayer, mientras tomaba cerveza para celebrar el cumpleaños de Majo, pensaba en lo que lindo que era estar con estudiantes de todo el mundo, sin miedo a que nos robaran o mataran, disfrutando.
Con dos Raedler en la cabeza, me fui a la casa en bicicleta. Mi GPS vagabundo me envió a una esquina con una de las iglesias más hermosas de la ciudad. Me perdí y avancé por los lugares dónde viví tantas cosas. Y sentí algo, similar al enamoramiento. Después de odiar a Múnich, comencé a quererla. Y es un afecto sincero, como cuando uno quiere a alguien con sus defectos.
¿Por qué siempre debo odiar a las ciudades para luego quererlas? ¿Es una regla general?
sábado, 15 de mayo de 2021
El Fabricante de Llaves
A Violeta, próximamente mi sobrina.
Viejo oficio conocían las manos que con callos, a manera ceremonial, buscaban toscas herramientas para desencajar la puerta de esa joven pareja de amantes que en un juego del destino, habían quedado atrapados afuera. Sí, afuera y sin ropa. Sólo quedaban unos minutos para que el marido llegara y a suerte de un revólver acabara veinte años de amor, compromiso y unas cuantas infidelidades.
Virgilio, le pusieron sus papás en honor al escritor, después de traerlo al mundo tras los estragos de la primera guerra mundial. El oficio heredado de generación, en generación, había pasado por los que hacían las chapas de los Borgia. Y a manera de marca familiar, decoraban su cabeza con un sombrero rojo.
Hacía calor en esa tarde romana, llena de turistas tomándose fotografías en la Fontana di Trevi, mientras una familia de suramericanos comía gelato, eufemismo para llamar al helado que no está diluido en elixires baratos.
Y su vida, ay su vida... Había sido una sucesión de puertas que se abrían y se cerraban. La puerta del instituto católico, se le cerró en la cara al cachetear a un catequista que le dijo a punta de gritos que la masturbación no era cosa de caballeros. Y aclaro que la cachetada sólo era metáfora. Porque lo que hizo fue simplemente abrir su cuaderno de ciencias en la última página, con senos turgentes que produjeron vergüenza (y una leve erección) en su profesor.
Sí, sí, luego lo de siempre. Lo de todas las historias de viejos europeos. La segunda guerra mundial y toda la mierda que les tocó comer a las clases medias por cuenta de una manada de autócratas inseguros, ávidos de tragarse el continente.
Así llegó a Roma, con el orgullo de haber estado sobre el Adriático representando a los suyos. Lo cierto es que sí voló de un lado a otro pero no como piloto sino ajustando motores. Comiendo heladitos. Qué digo, gelato.
Entre callejones y la vida de italiano proviniciano y pobre, se llenó de valor para mentir e inventarle una fantasía a una de las vendedoras de naranjas españolas. Mentirosilla. Decía que venían desde la finca de una de las expropiedades de los Habsburgo y así cobraba el doble. A él no le importó gastarse el dinero de la comida de tres días, sólo con el fin de poder hablar con esa muchachita con ojos de venado. La engatusó con sus mentiras, haciéndole creer que era un gran piloto y así, abrió esa puerta. Las pupilas se contrajeron y como se derrite el helado sobre el cono, ecco, se derritieron juntos sobre el cono del amor.
-Pásame una más grande- le dijo a su ayudante. Comenzó a forzar la puerta, casi rompiéndola, mientras la pareja adúltera se abrazaba como si fuera el fin del mundo. La mujer casi gritando, le pidió que la abriera rápido, sin dejar rastro.
Virgilio, que no podía callarse lo que pensaba le dijo:
-Señorita ¿cuando a usted la abren a la fuerza, al siguiente día se ve intacta?- Deslizó los ojos hacia abajo.
-No- respondió ofendida y maltratada. El muchacho que tiritaba a su lado, a duras penas pudo reírse antes de que ella lo fulminara con la mirada.
-¿Por qué entonces iba a ser distinto con una puerta?- replicó.
Un anciano se había quedado mirando toda la escena desde un rincón y tras la réplica del experto en llaves, susurró "formidable".
La puerta principal se abrió. El esposo atravesó el corredor con parsimonia. Insertó la llave. Les permitió vestirse y de la manera más prudente, le pidió a su competencia que se retirara.
Virgilio intentó explicarle que su tiempo valía. Que no era lo mismo no hacer nada que desplazarse hasta un lugar. Cuando le dijo la cifra, veinte euros, ¡catapum! se cerró una puerta. Ahora su camisa estaba del mismo color que su gorra.
Consciente de su error, el marido fue a buscar agua. Pero en tiempos de Berlusconi, no sólo no había agua sino que tampoco había refrescos. Quedaba un poco de prosecco, le untaron la boca y los tres: El esposo, el amante y la esposa, lo dejaron morir acompañado y tranquilo. En el bolsillo de su camisa, yacía intacta una violeta, la llave para entrar al cielo, según los cerrajeros de Roma.
miércoles, 5 de mayo de 2021
Las Maneras de Decir Adiós
viernes, 30 de abril de 2021
Háblales en Alemán
Te diría que les hables en alemán. Ojalá más o menos fluido. Son distintos cuando el herraje pesado del idioma se ha cruzado.
De hecho, su manera tosca y poco diplomática de hablar en inglés, se torna suave y amable con un "schönen Tag" o un "schönes Wochenende".
Y su distancia, estereotipo agrio del occidente, se vuelve no muy diferente a la de un bogotano. Hay que conocerlos. También hacen sarcasmos, también disfrutan la ironía. Inclusive, algunos también se burlan del sistema.
En las oficinas públicas nunca le colaboran a las personas que hablan inglés. Tomé unos meses en entender que en el fondo les apena no hablarlo. Diría que les desespera. Creen que deben hablarlo pero no lograrlo, los hace sentir expuestos. Háblales en alemán. Ellos también son humanos.
A veces hacen comentarios graciosos y pasados de moda sobre las etnias y el color de piel. Pero también lo hacían mis tías, que vivían en una de las zonas tradicionalmente más indígenas del país. De manera que no te lo tomes personal. Ríete con ellos. También tienen derecho a ser estúpidos, como los tuyos.
lunes, 12 de abril de 2021
Grosshesselohr Brücke
viernes, 9 de abril de 2021
Kafka
Esta noche pensé en Kafka
y en la sensación que tuve cuando vi su casa.
Era pequeñita, con lo necesario y a unos metros de una inmensa catedral.
Allí, en una habitación pequeña, un hombre pudo describir la modernidad.
Estaba oyendo Fernando Molano
e imaginé a todos mis amigos
y sus parejas.
Sus cuartos chiquiticos,
sus relaciones abiertas,
sus penas.
Imaginé ciudades grandes,
afectadas por pequeñas firmas.
Y recordé a Kafka,
comprimiendo un mundo grande,
en una cucharacha.
lunes, 22 de marzo de 2021
Cuarto y Pandemia
Puse lavanda para poder dormir,
sin pensar que mi habitación sería un sueño de dos años.
Un sueño de bambú,
de aislamiento,
de habitar un tiempo de dolor y felicidad.
Entre dos computadores que no dan abasto,
se sienta un hombre del trópico.
Un hombre no tan hombre,
de un trópico, no tan trópico.
No lleva tatuado el jaguar,
ni el azahar de la naranja,
ni la fulminante brisa del Caribe,
ni el atardecer del Orinoco.
Lleva una ciudad secreta,
donde lo inmenso ocurre en cuartos cerrados.
La de las cóleras montanas,
la de las mujeres que callan el mundo,
la de los nogales bicentenarios,
la del cielo contaminado,
la del amor radiactivo,
la de las preguntas.
miércoles, 10 de marzo de 2021
Rafael Chaparro y la Nostalgia de una Ciudad Nuclear
"...dicen que el mundo está vivo,
dicen que encierra un misterio..."
Brújula Mágica
Nunca he leído a Rafael Chaparro, salvo un cuento que encontré por curiosidad. Sin embargo, la tacañería de papá, que implicaba que no tuviéramos parabólica me permitió ver un programa de bajo presupuesto llamado "La Brújula Mágica". Sólo la aprecié de adulto porque de niño, me parecía aburrido, raro y pobre.
Una vez en la adolescencia, mi hermano fue expulsado del colegio y fue asimilado por las fauces de un colegio ubicado en un barrio popular donde un sacerdote, cercano a la familia, hizo las veces para dejarlo entrar. Allí se enamoró y con el amor vino el dolor y un intento de suicidio. Así fue como conocí la clínica de reposo contigua a Casa Medina.
En ese ir y venir del amor, mi hermano se enamoró de la cultura urbana y de los lugares comunes de la juventud. Diría que durante ese noviazgo, no paraba de mencionar "Opio en las Nubes" y de idealizar su relación con su ex. Decía que ella era idéntica a Amarilla porque vivía en el barrio Santafé.
Nunca leí el libro, un poco con el fastidio gatuno que me produce el idealismo exacerbado. Sin embargo, cureoseando la cultura alpina y su huella, di con el colegio Helvetia. Youtube tiene cientos de videos mencionando cómo es de maravilloso el colegio y cuán guapos son sus estudiantes. Lo último es cierto, recuerdo que hace muchos años en Tínder un chico me dio "match", era estudiante de medicina de los Andes y egresado de ese colegio. Nunca respondió mi saludo virtual pero nos cruzábamos en la universidad. Esto, simplemente para decir que salvo esa referencia, no tenía ninguna claridad sobre ese colegio y la cultura helvética en Bogotá.
En ese video, vi a una profesora que lo mencionó y dijo con orgullo "premio nacional de novela". Así, mi instinto comenzó a buscar más información de este personaje del que se sabe tan poco. Además de la brújula mágica y su éxito literario, trabajó en Quack al lado de Jaime Garzón. Sin embargo, hay un inmenso silencio alrededor de él y probablemente ni una entrevista.
Rafael y yo, estudiamos en la misma universidad pero pertenecíamos a ciudades aparentemente distintas. Nací en Chapinero, cuna de la vibrante cultura urbana y LGBTI en Colombia. Además, viví la mitad de mi vida en un barrio que congrega el verde que le queda a la ciudad. Disfruté del privilegio de tener la biblioteca Virgilio Barco sólo a dos cuadras de distancia. Fui afortunado. Solitario y muy afortunado. Seguramente no un genio, tampoco un Dios, simplemente alguien poco común.
Este comentario tiene que ver con mi teoría sobre Bogotá. Los sociólogos dirán que la discriminación se refleja en el espacio y bla bla bla. Lo cierto es que creo que hay microciudades y que sus habitantes hablamos y nos comportamos diferente. Yo crecí entre parques, bibliotecas, el Park Way, las casas de chocolate, vecino de la Universidad Nacional y originario de la carrera 61 con 9, no podía tener otro destino más que ser aburridamente gay, solitariamente buen lector, amargadamente crítico y particularmente bajo de estatura.
Los dominios de la ciudad que hay en mi cabeza, se expandían los fines de semana hasta el Parque del Chicó y el centro comercial Niza. Allí, un inmenso tubo que emergía del piso, me daba la bienvenida a mí y a mis hermanos a un momento de diversión, en medio de la tragedia de unos papás que todo el tiempo se querían separar. No sé si todos lo sentimos pero a mí en la niñez los espacios me generaban un a profunda y extraña curiosidad.
En Niza es dónde ocurre la ciudad literaria de Chaparro que para mi mente es intangible porque nací después de los hechos. En uno de sus cuentos relata cómo en ese centro comercial dónde yo disfrutaba los fines de semana, antes había un inmenso lote donde él y sus amigos jugaban. Se creía que quien encontrara una rana de oro, lograría que el humedal por fin se secara. En su ficción, la rana se quejaba atrapada en los sótanos de Niza. Quién sabe, quizás la rana era yo.
De Chaparro me quedan dos cosas, la nostalgia por la ciudad drogadicta y nuclear que abandoné, y la incertidumbre por saber quién realmente se ocultaba tras los lentes. A mi hermano no le quedó nada. Su exnovia llegó unos años después a contarle que había quedado embarazada de su actual novio. El amor es hermoso y finito, aún así, infinitamente hermoso.
viernes, 19 de febrero de 2021
En las Montañas, en la Frontera
Recuerdo a la mamá de mi papá como alguien a quién nunca logré entender completamente. Aunque en mi niñez expresó afecto, ya entrada mi pubertad, tenía actitudes que me llenaban de curiosidad. Mi abuelo murió cuando yo tenía aproximadamente 11 años y ella llevó el luto por aproximadamente diez. Diez años de vestirse de negro, de recordarlo, de hablar sobre él. Eso, además de su pesadumbre y su insistencia en que en ese inmenso apartamento que daba a una calle llena de carretas con vendedores de pescado, ni una puntilla se había movido en un honor a su marido.
En esea casa preservada por el luto y las condolencias, algo de nostalgia causaba el escritorio de mi abuelito, otrora lugar para colgar las llaves y sobre el cual yacía el retrato del bigotón oficial Francisco Viveros Osejo, que a manera de mito heroico, decía mi papá, había pertenecido a la guerra de los mil días.
Mientras tanto, yo vivía mi vida en paralelo. Cuando llegué a los doce años tuve una depresión muy grande y comencé a cuestionarme acerca de mi identidad de género. Ser hombre me parecía predecible y aburrido. Entonces, me fascinaban figuras como Frida Kahlo (antes de que fuera un boom mundial). Comencé a desarrollar manerismos, a llamarme en mi mente de manera masculina o femenina, a intentar penetrar el mundo de las mujeres, aunque la imagen de los hombres estuviera mancillada por los errores cometidos por generaciones de sujetos que olvidaron la reciprocidad entre individuos. Quería dejar de sentir miedo y comenzar a vivir.
Yo viajaba a finales de año, a través de medio país en un Nissan de los años 70, hasta la frontera con el Ecuador. Entre abismos profundos, donde hace doscientos años los realistas pretendían recuperar la llamada colonia (que no era otra cosa más que la finca personal de un reyezuelo ibérico), se asienta la historia de mi familia paterna. Ellos me resultaban exóticos con su catolicismo doloroso, con su racismo anacrónico y con su machismo provinciano. Entre otras cosas recuerdo que me pedían que me parara de la silla cuando el sacerdote se acercaba.
Precisamente ese extraño mundo es el de los Viveros. Mi abuelito, en su afán altruista de unirnos, hizo una casa de campo cerca a un río caudaloso. Antes de que el desarrollo económico llenara la zona de piscinas, devorando las inmensas plantaciones y los bosques frondosos, solíamos visitarla. Una vez el patriarca falleció, el tiempo comenzó a comerse las paredes y sus descendientes, pésimos lectores, les pareció rentable cortar los naranjos y cambiarlos por una cancha de fútbol. Cambiaron las luciérnagas, el arrullo del agua infiltrándose en el suelo y la suave sucesión de las vidas de los pájaros, por un balón y un grupo de primos con peinados propios de un futbolista o un soldado.
En uno de esos viajes, fuimos con la mujer del eterno luto a la finca de Pilcuán. Caminamos por la casa de campo y en un momento, mi abuela me pidió que la ayudara a recoger frambuesas. Nos fuimos entre los matorrales y ella como siempre con su cara de desaprobación, de esto no me gusta, de "estoy mamada de vivir". Aprovechó la piscina para pedirme que me irguiera, que caminara como hombre. Mis papás habían oído varios de esos mensajes y en su profunda pasividad, nunca decían nada. Quizás pensaban que es lícita la homofobia, siempre y cuando se mire desde la tribuna.
Era un niño, yo no entendía por qué su miedo a mí. Tampoco entendí nunca por qué su obsesión de conectarme con su pasado. En una ocasión, nos llevaron al cementerio, visita obligada para mí. Fui al mausoleo de mi familia y entre nombres de personas que nunca conocí, estaba el de mi abuelo. En esa época, yo tenía catorce años. Me miró, entre su decoración mortuoria de prendas azabache y me dijo: "Yo tenía su edad cuando mis papás fallecieron". Uno tras otro, primero la mamá y luego el papá. Creció en un internado con monjas y se negó a recibir la educación que uno de sus cuñados le ofrecía por la crueldad con la que él había tratado a su hermana.
Yo intentaba agradarle, en una imitación pendeja de lo que siempre intentó hacer mi papá: Agradarles aunque eso significara desdibujarse a sí mismo y venderse completamente extraño a cambio de nada. A menudo se ponía tan nervioso delante de sus ellos que parecía que fuera a sudar sangre. Qué calvario. Lo cierto es que nunca le agradé. Y para ser sincero, ella tampoco me cayó muy bien.
Quería a mis hermanos, admiraba las piernas del mayor cuando era cadete y la sonrisa del segundo, por su coquetería. A mí no me admiraba. Yo era en su vida, quizás un secreto. Quizás algo que nunca pudo mirar de frente. Me gusta creer que en esos arranques de lesbianismo que ocurren en los internados de mujeres, yo no era más que un recuerdo vibrante de lo diletante que es el instituto humano.
Me volví un joven de cabello largo y nadar todo los días marcó una suerte de rasgos andróginos. Ella hizo otro de sus comentarios, delante de mi mamá "¿eso es un hombre o una mujer?". Lo cierto es que yo no estaba seguro y de cierta manera, me gustaba que me confundieran. Aún hoy, disfruto cuando las personas no identifican mi nacionalidad y caigo en un terreno de ambigüedad.
Entender su realidad era difícil, las preguntas parecían estar prohibidas. Sus hijas le mandaban regalos que ella rechazaba. Había días en los que lanzaba afirmaciones para subvalorar a otras personas (así porque sí). No le gustaba la suciedad y a manera de la sor Edgar de DeLillo, estaba obsesionada con la pulcritud del mundo en el que vivía.
A mi mamá, mujer que se adentró en las selvas de la Orinoquía a sus 24 y vivió noviazgos apasionados antes de mi papá, nunca la aceptó. Siempre con sus comentarios reprobatorios, odiosos, rancios. Sin embargo, tenía en la sala de su casa, encima de un televisor con patas, un cuadro de un nazareno zarrapastroso cuyas conversaciones más flamantes fueron con prostitutas. Tan mala su suerte que mi abuelito amó a su nuera. No perdía ocasión para halagarla, para bailar con ella, para regalarle alguna pulsera, algún detalle que le recordara el lugar especial que ocupaba en su corazón. Y para ser sincero, no perdía ocasión con ninguno de nosotros. Su carácter volcánico se mezclaba con la ternura de un patriarca dulce que esculpía en la entrada de la piscina, los nombres de todos sus nietos.
El último recuerdo que tengo de ella, es cuando me gradué. Estuve tres días intentando viajar de Bogotá a Ipiales, para verla pues yo tenía la firme intuición de que ella fallecería pronto. Finalmente lo logré, con una gran dosis de ingenuidad. Una de las primeras preguntas que me formuló versaba sobre si había encontrado empleo. Lo cierto es que llevaba varios meses sin encontrar nada. Le dije la verdad a lo que exclamó "semejante universidad tan cara y ni siquiera salen con empleo". Eso era todo lo que yo recibía de ella. Y entrando a la adultez, entendí que simplemente no debía amarla, ni congeniarme con alguien que había hecho tan poco esfuerzo para conectar conmigo. Decidí dejarla atrás.
Pasaron las navidades y nunca más volví. La dejé pudriéndose con su amargura, con sus angustias, con sus secretos. Y un día, con 7 horas de diferencia con respecto a mi otra abuela, falleció. Se fue. Adiós sufrimiento, sor Edgar. ¿Para qué mentir? Habían pasado tantos años desde que nos distanciamos que no sentí nada. Sentí lástima por mi papá pero nada particular por su muerte.
Entre mis cartas de nacimiento, encontré hace unos años, unas que no eran para mí. Eran las cartas de ella y de su esposo para mi papá. Eran cartas dulces, tiernamente con mala ortografía. Cartas de amor a un hijo. Me resultaba una imagen incoherente con la mujer de negro que conocí. Sin pensarlo, cargamos a la gente a través del tiempo. En Alemania, soñé con ella en una cama llena de sangre, pidiendo ayuda. Era como si asistiera a sus últimos minutos de vida. Sentí compasión.
Saliendo de la casa de Ottobrunn, regué un poco de agua en el suelo, como recomienda Clarissa Pinkola Estés, para el alma de su niña. Para esa niña huérfana, cohibida, sometida que espero que ahora sí sea libre de este mundo estúpido. Estos días recordaba que encendía el televisor para ver caricaturas de Disney mudas y a blanco y negro. Quizás la imagen más linda que guardo de ella, una mujer que nunca se dejaba abrazar.
viernes, 8 de enero de 2021
Aquí y Allá
Aquí hay cerveza y calles de adoquín,
allá hay personas mirando llover desde la ventana.
Aquí hay italianos en el clóset,
allí hay adolescentes mandándose mensajes de amor,
en medio de una pandemia que no los deja vivir.
Allí hay huracanes,
barcos legendarios con ancianos enamorados
y ella, haciéndole prometer que no la haga comer berenjenas.
Aquí hay trabajadores cortando árboles,
haciendo el amor al lado del Danubio,
río abajo un par de extranjeros caminan
sobre el barro helado del invierno.
Aquí hay personas que almuerzan un emparedado,
allí hay ciudades que cenan seres humanos.
Aquí y allá, yo aquí y mis recuerdos allá.