Camina con rapidez hacia ése, su clóset. Las prendas unas sobre otras, con tantos colores y formas, pero una de ellas es especial: un vestido con una gran flor negra de adorno. Rocía perfume sobre su cuello, como si invocara de sus arrugas a una sílfide perdida o a una sirena del océano. Mira sus ojos fijamente, dialoga con su reflejo y sabe que es hora de partir.
Se dirige hacia el lugar donde se cogen las flotas; una de ellas conduce a la capital. Sube con el placer de ser quizás la única que no lleva equipaje. Resalta de entre los demás ancianos por su gallardía, por la postura de su espalda y el porte típico de una persona con pasado singular. Observa el paisaje: la neblina, los cedros, el movimiento del agua y pronto nota que está llegando a su destino. La ciudad la ha devorado.
Ha llegado la hora de bajar del colectivo; nota que el humo envuelve las miradas y las personas caminan al ritmo del "tic tac" de sus relojes. Se siente perdida en un lugar completamente desconocido, que sin embargo, evoca algo familiar. Desea llorar, su desesperación aumenta y no sabe cómo actuar; sin embargo, una nota en su bolsillo contiene un nombre: El Hogar de la Paz Azul.
Pronto está en un taxi. El conductor le habla sobre fútbol, sobre los contratistas de las avenidas, sobre la corrupción, inclusive sobre su vida personal. Ella sólo mira absorta la grandeza de esos cerros, azules a la distancia. El vehículo amarillo frena abruptamente y el sujeto que la llevó a su destino le señala el contador. Ella abre su bolso, toma un billete, paga y desciende. Observa detenidamente ese lugar.
Una mujer vestida de blanco, con una cruz en su sombrero se paraliza al notar su presencia; sonríe y exclama: ¡Lucía!. Dos hombres, también de blanco, uno de ellos con una silla de ruedas, la toman amablemente. La señora de ojos color océano se resiste ante lo cual usan la fuerza. En menos de lo que piensa está en una habitación blanca, con muchas fotografías. Un hombre de corbata le pregunta: ¿me estás escuchando? Ella simplemente sonríe.
Se dirige hacia el lugar donde se cogen las flotas; una de ellas conduce a la capital. Sube con el placer de ser quizás la única que no lleva equipaje. Resalta de entre los demás ancianos por su gallardía, por la postura de su espalda y el porte típico de una persona con pasado singular. Observa el paisaje: la neblina, los cedros, el movimiento del agua y pronto nota que está llegando a su destino. La ciudad la ha devorado.
Ha llegado la hora de bajar del colectivo; nota que el humo envuelve las miradas y las personas caminan al ritmo del "tic tac" de sus relojes. Se siente perdida en un lugar completamente desconocido, que sin embargo, evoca algo familiar. Desea llorar, su desesperación aumenta y no sabe cómo actuar; sin embargo, una nota en su bolsillo contiene un nombre: El Hogar de la Paz Azul.
Pronto está en un taxi. El conductor le habla sobre fútbol, sobre los contratistas de las avenidas, sobre la corrupción, inclusive sobre su vida personal. Ella sólo mira absorta la grandeza de esos cerros, azules a la distancia. El vehículo amarillo frena abruptamente y el sujeto que la llevó a su destino le señala el contador. Ella abre su bolso, toma un billete, paga y desciende. Observa detenidamente ese lugar.
Una mujer vestida de blanco, con una cruz en su sombrero se paraliza al notar su presencia; sonríe y exclama: ¡Lucía!. Dos hombres, también de blanco, uno de ellos con una silla de ruedas, la toman amablemente. La señora de ojos color océano se resiste ante lo cual usan la fuerza. En menos de lo que piensa está en una habitación blanca, con muchas fotografías. Un hombre de corbata le pregunta: ¿me estás escuchando? Ella simplemente sonríe.
1 comentario:
El final de un viaje siempre es el principio de una nueva vida
Publicar un comentario