Adam el comerciante de libros atravesaba senderos milenarios para llegar a la ciudad del Cairo. Lo acompañaban los camellos y sus largas sombras. En el camino lograba ver edificaciones que otrora fueron habitadas por dioses olvidados. Sentía nostalgias ajenas al ver vestigios de algo que no entendía en toda su magnitud.
Unos ladrones encapuchados saltaron a su espalda, capturaron los camellos y se marcharon. No sin antes advertirle -Te heredamos la cárcel más grande: El desierto-.
Caminó hasta ver espejismos. Y de la tierra que yacía bajo sus pies, sólo le quedó el polvo. Desamparado miró las estrellas y durmió.
Amaneció y algunas gotas de rocío condensadas en los cactus, le permitieron caminar otros metros. Sentía gratitud por la saliva que pasaba y la mucosa que lubricaba sus pulmones.
En medio de la nada, supo que el silencio era una teoría. Que el mundo nos había dado sonidos inmanentes, lejanos y constantes para descubrir que la soledad también tenía nombre. El susurro del viento, hizo que se preguntara si aún podía hablar. Dijo su nombre con dificultad.
Un grupo de tuareg lo encontró sobre el suelo. Lo hidrataron y lo cargaron hasta el pueblo más cercano. Los nómadas notaron que a menudo se tapaba los oídos y se retorcía. Los cantos nocturnos lo calmaban. También los cuentos sobre bestias e inmortales.
Parecía un hombre indefenso pero cuando paraban las canciones y los cuentos, se volvía agresivo. La compasión de uno de los que dirigía la manada de hombres, permitió que una adolescente de ojos profundos le contara noche tras noche historias. Sin embargo, un autismo lo rodeaba.
En las ciudades comerciales, el enfermo perdía ansiedad. Las carrozas nocturnas parecían aliviarlo. Decidieron llevarlo a una ciudad donde el ruido no cesara. El grupo se disponía a dejarlo cuando la adolescente siguió los pasos del demente. Aisha temía que perdiera el control. Se separó de la tribu de los hombres camellos y caminó junto al desconocido que le enseñó el valor de la compasión.
Adam durmió plácidamente varios días. Inclusive recordó su nombre, el del primer humano. Decidió comerciar en la plaza, un espacio rodeado de murallas grandes en honor a un dios que es hombre y sueña con mujeres.
A las doce del medio día, Aisha vio a su protegido de rodillas en medio de los comerciantes. Había enloquecido nuevamente. El delirante cerraba los ojos e insistía: "Todas las voces son como el sonido del desierto, son como la brisa, la voz de la soledad".
Aisha y Adam, se descubrieron profundamente solos, en la ciudad más grande del desierto.
4 comentarios:
Esos dioses olvidados, la soledad y la nostalgia, el desierto, el silencio, la nada, las estrellas y el rocío, los cuentos, la locura o un dios que es hombre y sueña con mujeres… componen, al modo de un móvil de Calder, un narración llena de evocaciones cordiales que remiten a arquetipos.
CrisC, los elementos que mencionas, son arquetípicos, como el humano mismo.
Medito sobre todo lo que comparten el silencio y el ruido... Me traslado a una atmósfera borrosa donde los límites se disuelven... Gracias por tu escritura, Vicky.
Luz, el silencio es una metáfora del alma. Y el alma, tiene límites borrosos. Un abrazo.
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