sábado, 4 de junio de 2016

Alejandría

Durante los días recientes, había recordado con entusiasmo su llegada a la biblioteca. Apenas un adolescente, tomó la decisión de cruzar el mundo, con los comerciantes. Mientras ellos hablaban de la porcelana y los castillos hexagonales, de la canela y los brahamanes, del Nilo y las ciudades sepultadas, en su lugar él cargaba un libro con pastas de cuero y símbolos extraños.

No fueron pocos los intentos de robo de las tribus que vivían en el camino. No obstante, iban detrás de las especias, el oro y la cerámica. Cuando finalmente llegó a la ciudad, un par de leprosos le indicaron el camino a cambio de un beso en la mejilla. Era conocido que las pústulas infectaban el alma y el cuerpo, pero su determinación lo hizo meditar y concluyó que sólo necesitaba los ojos para leer.

En los grandes centros de conocimiento, la humanidad y sus caprichos no se ven anulados. Tambièn habitaba la envidia, el deseo sesgado de aplastar a los colegas o el extraño narcisismo de hacerse inmortal a través de los demás.

Sin embargo, la obscena humanidad se veía exaltada en los pasillos, que contenían colecciones de los cómicos griegos, copias de los textos originales de Platón, tratados de farmacéutica, filología y matemáticas. Inició su carrera limpiando grandes tomos de un sacerdote babilónico, que se propuso contar la historia del mundo.

Tras modelar el movimiento del agua, traducir libros de matemáticas del persa al griego y trazar órbitas planetarias, logró dirigir el laboratorio. Se respiraba un aire a conocimiento, la ciudad estaba viva. Pero uno es, en gran medida, de donde viene. En las tardes se sentaba a respirar y su corazón se apaciguaba.

A medida que los días avanzaban mientras meditaba se veía en un salón blanco, en silencio absoluto. Las letras que lo acompañaron durante su infancia se diluían. Ya no soñaba con Homero, escribiendo sobre piedras. Hasta que una mañana, a pesar de los sonidos, comprendió el silencio, lo examinó... Decidido, prendió fuego en los tomos de "La Historia del Mundo" y en menos de una hora, el que fuera el centro de conocimiento más apreciado de la era clásica, estaba en llamas.

Sintió pena y tras analizar lo que había hecho, se sintió un troglodita. Miró desde la distancia, cientos de historias hacerse polvo. Cerró los ojos y meditó con el único libro que salvó del desastre. Era un antiguo tratado, escrito por un leproso desterrado, sobre el número cero.

Alejandría desapareció.

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