jueves, 3 de octubre de 2013

Eutanasia


“No estoy preparado para despedirme”, le decía Gabriel con voz temblorosa. El cielo estaba arremolinado, oscuro y con pequeños claros desde los cuales el sol pasaba. Mientras miraba por la ventana, un recuerdo salpicó desde su memoria aturdida por el olor a desinfectante. Dormían los cinco hermanos en una de las dos camas de la habitación, en la otra, sobre el rostro del padre se reflejaba la luz azul de una mañana fría de octubre. “Se parece a la virgen”, se decía insistentemente Gabriel durante las noches de su infancia ¿y cómo no pensar en santos? Se trata de papá Felipe, el hombre que recogió una paloma enferma y blanca en su primera comunión, el que se dedicó a sus prematuros 16 años a cuidar a los ancianos de su natal Chía, el mismo que por amor a Rafael, el menor de sus hijos, se despidió de uno de sus riñones en uno de los hospitales miserables donde se esconden las sombras de la vida y los traficantes de órganos.

“Nunca voy a entender por qué no se los bajan de una en vez de ponerse con maricaditas”, le dijo Ernesto a Gabriel desde su silla de cuero sintético, en los rincones de un pasaje comercial olvidado por la mayoría de los bogotanos. Sin pensarlo dos veces, con un rugido que le rasgaba las vísceras y dotado de una mirada fuerte, algo inusual en esos ojos de ensueño heredados de su madre, Gabriel le respondió “mire hijueputa ¿le estoy pagando menos de lo que debería?”. Ernesto se rió, “no se ponga tigre ¿no ve que alguien se puede dar cuenta?”. En una maletica y con sellos de seguridad e higiene, improvisados por una mafia con ínfulas de sofisticación, había una jeringa y un líquido. Las instrucciones eran precisas, ni un milímetro más, ni un milímetro menos para el paciente. “Suerte en su vuelta”, gritó el expendedor mientras Gabriel se marchaba y se sentía como el más miserable de los mortales. Los ojos azules y soñadores, tornaron su dirección al verde neón del oriente que atardecía y pensaba cómo había llegado a este rincón oscuro de la vida.  

“Debes ser fuerte, se me acabaron los hilos y ya no sé qué coser”, fueron las últimas palabras de Lina. Una vez cerrados los ojos, un silencio lleno de tensión heroica invadió la habitación. Los pequeños detalles se volvieron sórdidos y el viejo Felipe se dedicó a mirar la carpetica que hace dos semanas había hecho su esposa en el balcón. La enfermedad la fue matando de a poquito pero la costumbre de sentarse frente a las azucenas, a pesar de los dolores y el mundo mismo, no cambió. Felipe intentó refugiarse en las cartas de póker, en los Angelus y los rosarios a todas las vírgenes de algún pueblo del país. Los días eran grises y las venitas del cerebro se le cerraban con fuerza cada vez que lloraba. Cristo crucificado sólo callaba y los sacerdotes desde su púlpito hablaban sobre temas que le parecían cada vez más superficiales. Ahora toda su pena, todo su mundo era el recuerdo de Lina que es lo mismo que su ausencia.

“Quiero descansar”, dijo Felipe en un tono de resignación católica a su hijo medio de izquierdas, medio creyente. Un miedo violeta le cortó los intestinos, el genio y la compostura a Gabriel, quien se enfadó al escuchar el disparate que su padre le proponía. Lo vio marchitarse día tras día y la mirada ausente que antes era una súplica se convirtió en un lamento ahogado, imperativo; se trataba de un grito delirante y odioso cargado de un silencio que mataba.

“Te quiero, Gabriel, te amo. Se me agotan los horizontes y el mundo se me va pero te amo. Diles a todos que me los llevo clavados en el alma al lugar donde habitan los que no se escuchan”. Así fueron los últimos segundos del hombre con cara de virgen. Una presencia indescriptible que mezclaba la calma y la culpa aleteaba en la habitación. El que algún día fue el niño de ojos de océano, le cerró los ojos a su papá y salió por la puerta de la cafetería del hospital. Mientras conducía a exceso de velocidad, al interior de su carro empezó a llover. Era un aguacero incesante el que humedecía sus ojos, como no se vio nunca en la ciudad. Lloraba los abrazos, gimoteaba el día su grado y el abrazo paternal, humedecía sus recuerdos de infancia con lágrimas grises: cuando aprendió a montar bicicleta, cuando aprendió a nadar… Las comidas de los sábados y la iglesia los domingos. “¿A dónde irá a parar todo eso?”, vencido por la desazón se preguntaba. Frenó en un mirador y olvidó que era un hombre colombiano y acomplejado. Se entregó a un llanto exagerado en el mirador de la calera desde donde Bogotá parece un mar de vidrio. Los punticos de luz en movimiento y las geometrías lineales de los edificios, rodeados de árboles aún vivos atestiguaban indiferentes el dolor del treintañero destrozado. “No estaba preparado para despedirme”, se decía una y mil veces hasta que el alma se le secó. Se dedicó a dormir día tras día un sueño acompañado de una tragedia llamada amor.

-ICVG-

2 comentarios:

Elena P.G. dijo...

Se mezclan las emociones en una lluvia que ha provocado tu texto precioso.

Garsil dijo...

Buenas tardes... Es el espejo de la vida,
caminamos... nos cansamos de hacerlo,
al final saber que igualmente,
tampoco estaremos preparados para despedirnos.
Gracias